5 sept 2011

Relato Incompatibilidad, por Infraxión

Julio
de 2011

Al entrar, Claudia titubeó. Traer a su departamento a Carlos era una franca temeridad. Sin embargo no era la primera vez que lo hacía y las otras veces no habían resultado en un secuestro, rapto, odisea de tortura y violación ni nada parecido. Más bien habían sido toda una decepción. Las tres veces que había acabado llevando a sus conquistas a casa, habían acabado siendo laboriosas tareas de convencimiento y solo uno de ellos se animó a amarrarla. Aún así, a los cinco minutos se arrepintió y la soltó entre disculpas.


El deseo de que esta vez fuera diferente corroía las entrañas de Claudia como si hubiera tomado un vaso de ácido concentrado. ¿Por qué resultaba tan difícil encontrar un verdadero hombre, que la amarrara, la poseyera, la "forzara" a hacer todo eso que tanto deseaba? ¿Dónde habían quedado los cavernícolas con garrote, los caballeros andantes que amaban a punta de espada o los bandidos raptores de a caballo? Claudia no podía creer que su destino sexual fuera encontrarse sólo con los chavos amables y respetuosos de la ciudad. Por supuesto que no quería ser realmente violada, es por eso que dudaba ahora que ya estaba con Carlos dentro de su departamento. Pero sí quería ser casi violada, y por eso, esta vez, se había fijado en uno de aspecto rudo.


Desde que lo vio entrar al área de comida del centro comercial, le pareció interesante. Guapo, para nada. Pero le había llamado la atención precisamente por su apariencia ruda.

Carlos, por su lado, ya conocía a Claudia. No en persona, pero llevaba varios días observándola, junto con el Sapo. Esos días habían sido un claroscuro de placer y ansiedad. Placer porque observar a Claudia no podía describirse de otra manera. Ansiedad porque Carlos no lograba acabar de acostumbrarse a su nuevo oficio. El Sapo era un cerdo.


No era que Carlos fuera una hermana de la caridad, pero no era necesario ultrajar a la mercancía como lo hacía el Sapo. Eso ya sería asunto de los compradores si querían tratarlas así o como fuera. Para eso pagaban. Pero el Sapo sólo complicaba las cosas con sus barbajanadas. Hacía más difícil y riesgosa la chamba. ¿Qué necesidad había de hacer que las chavas gritaran desesperadas antes de amordazarlas? ¿Qué caso tenía amplificar su terror cuando, de todas maneras, estarían congeladas de pánico? ¿Para qué describirles los años de esclavitud sexual que les esperaban, cuando ellas todavía tenían la esperanza de que solo fuera un asalto o secuestro que durara, en el peor de los casos, unas horas?


No, Carlos no sería ningún experto, apenas llevaba cinco "entregas" tuteladas por el Sapo, pero estaba seguro de que su idea era mejor. En lugar de juguetes para satisfacer sus peores instintos de abuso y posesión, él veía a las chavas como simples mercancías. En los años que llevaba entregando carros robados, nunca había maltratado uno. Todo lo contrario, había que entregarlos en las mejores condiciones, así valían más. Además los carros no se quejaban. Con las muchachonas no debía ser diferente. Los sollozos desgarrados de las cinco que, hasta el momento, había conseguido con el Sapo, todavía lo despertaban en la madrugada.


Fue por eso que a Carlos no le pesó tanto que el Sapo lo abandonara en esta ocasión. El Sapo ni se inmutó. Recibió un mensaje en su teléfono e inmediatamente botó la chamba para irse a retozar con una de sus varias amantes. A Carlos se le quedaba toda la responsabilidad de cumplir con el encargo y llevar una mujer más para la venta. Carlos sabía muy bien que la responsabilidad no era poca. Fallar podía costarle la vida, por eso no entendía bien cómo el Sapo podía simplemente des afanarse como si nada. Se sentía nervioso por tener que cumplir él solo, por primera vez, robando algo, que no fuera un coche. Pero no podía negarse. Desde que el jefe le dijo que cambiaría su línea de trabajo, estaba dicha la última palabra. Para bien o para mal. Cuando menos esta vez, podría hacerlo a su manera. Jugaría al seductor en lugar de al verdugo burdo y cruel. O cuando menos eso intentaría.


Claudia tomó la guayaba de su almuerzo de $55 pesos con fruta incluida y trató de morderla con la mayor sensualidad que sus labios supieran invocar. Al sentir la guayaba en la boca, no pudo evitar el recuerdo de la mordaza de bola que tenía en casa y que apenas le entraba en la boca. ¿Cómo hacer para convencer al tipo rudo de que se la atascara en la boca y apretara al máximo la correa sin piedad?
Pero antes de eso, tendría que atraerlo hasta su mesa y provocar, de alguna forma, que él se sentara a hablar con ella. Cuando menos su mirada no se había desviado. Al parecer el viejo truco de la guayaba estaba funcionando. Si él se animaba a hablarle sin mayor complicación, sería buena señal de un carácter esperanzadoramente agresivo.


Carlos ni se fijó en la guayaba. Pero los ojos de ella definitivamente le decían algo. Le decían que era el momento de intentarlo.

- Hola ¿te gustaría que me siente contigo?

- Sí. De acuerdo, si no hay lugar en otras mesas...


Claudia estuvo a punto de echarse a correr. ¿Cómo podía haber salido con semejante tontería cuando la mitad de las mesas estaban vacías? Se merecía unas nalgadas. Recuperó la calma al pensar que su cara tan roja quizá revelara el gran deseo de nalgadas que estaba experimentando. Otra tontería. Ojalá, cuando menos, sus nalgas quedaran tan rojas, al terminar esa noche, como ahora lo estaba su cara. Pero había que concentrarse en la seducción y dejar de pensar bobadas.


La plática mejoró después de eso. A fin de cuentas, hasta cierto punto, buscaban el mismo objetivo. Carlos no era ningún gran seductor, pero Claudia tenía la cualidad de despertar al casanova en muchos hombres. Este viernes incluso más, pues ya estaba decidida a hacer otro intento por encontrar a su hombre dominante.

Se había puesto el atuendo más femenino y vulnerable posible, según su entender: Tacones altos y abrochados en el tobillo, imposibles de quitar sin usar las manos. Un vestido ajustado de tela ligera y color claro, que además no era ni caro ni fino, si se lo arrancaran o cortaran, no le importaría tanto. La ropa interior, por supuesto, provocadora; liguero, tanga, brassiere elegante de media copa, para que su pecho bien surtido quedara ligeramente visible por el escote, no exagerado, pero sugerente, de su vestido.

Es decir el uniforme que se ponía cuando estaba dispuesta a jugar el papel de "víctima sexual" toda la noche. No quería ponerse demasiado agresiva, para evitar atraer al hombre equivocado. Su estrategia era jugar el papel de niña recatada, solo para ser "brutalizada" por algún depredador sexual que no tuviera consideración por su "sufrimiento". Que sólo buscara satisfacerse él mismo y se llevara su inocencia entre las patas, que obtuviera placer al causarle el grado adecuado de dolor y no parara aunque ella se lo implorara.

No era mucho pedir ¿o sí? ¿Tan difícil sería encontrar un hombre que supiera leer ese mensaje en su atuendo?
Carlos no se fijó mucho en la ropa de Claudia. Sabía que esta era la víctima correcta para esa noche, pero no por la actitud sensual y discretamente disponible de ella, sino porque llevaba varios días observándola con el Sapo. De sobra habían hablado de los pechos de Claudia, de sus muslos y pantorrillas, de las nalgas. El vestido sí era una envoltura como mandada a hacer para esas nalgas firmes y sin complejos; pero, pensar en eso, a Carlos le recordaba lo vulgar de los comentarios del Sapo y prefirió no concentrarse mucho en esas nalgas. Ya habían tenido oportunidad para disfrutar de la gran figura de Claudia en los días que llevaban observando sus movimientos habituales. Tanto los movimientos de transporte, como los de cadera.

- ¿Es cierto que a las mujeres les gusta hacer espectáculo para los hombres?

- ¿A qué te refieres?

- Hay gente que dice que, por naturaleza, la mujer es exhibicionista. Que es un instinto relacionado con el de
seducción, que para atraer pareja, su técnica es enseñar.

- Pues no lo sé, pero yo no ando enseñando nada.

- Bueno, claro, no en este momento, pero piénsalo. Las mujeres son las que se ponen ropa reveladora, bikinis, escotes, mini faldas, lencería. En pocas palabras son las que enseñan.

Claudia resultó sorprendida. No sabía si esta conversación era solamente porque al tipo que tenía enfrente no se le ocurría qué decir, y había soltado lo primero que se le vino a la mente; lo primero que recordó, de lo que hubiera visto recientemente en el Discovery; o si había una proposición implícita en el tema.

Carlos, por su lado, para acercarse a una mujer, siempre decía exactamente lo mismo. Era un tema ligeramente erótico, pero no tan abiertamente que ofendiera. De la respuesta dependía cómo seguir. Como en todo, a veces le había funcionado y muchas otras más, no. Esta vez era necesario que funcionara. Tenía que seducir suavemente a Claudia si no quería acabar, como el Sapo, metiéndola a la cajuela a punta de golpes.

Sabían que Claudia vivía sola y por eso la habían elegido como una presa adecuada, además de por el cuerpazo, claro está. Podrían pasar días antes de que alguien la reportara desaparecida y ese tiempo bastaría a sus jefes para sacarla del país antes de que todas las policías y aduanas estuvieran buscándola. Pero eso no resolvía el problema más inmediato. ¿Cómo lograr atraparla en el sentido físico sin que ella pudiera atraer ayuda o defensa? Lo básico era lograr estar a solas con ella, fuera en algún lugar apartado, un hotel, su departamento, algo así. Una vez a solas, con o sin brutalidad, como la del Sapo, la amarraría y amordazaría. La pondría en la cajuela y entregaría el auto con todo y la chica al siguiente eslabón de la cadena del negocio.

- O sea que según tú, el que no enseña no vende.

- Así suena muy mercantil. Me refiero más bien al juego de seducción, al lenguaje corporal, al instinto de reproducción expresando en ese vestido y que propaga un mensaje al que sería antinatural resistirse.

Más que las palabras o el tema, a Claudia le llamó la atención la seguridad con la que Carlos le decía todo esto. Por supuesto que ella se había vestido así para atraer a alguien, pero no le resultaba tan fácil aceptar abiertamente, ante él, esa verdad. Esa seguridad que percibía en él, fue la que le hizo pensar ya seriamente en que él pudiera ser quien se animara a amarrarla. Lo difícil ahora sería decidir si actuaba en concordancia con sus ganas o se decepcionaba a si misma y lo dejaba para otra ocasión.

Por otro lado estaba el riesgo. No conocía a este tipo, lo único que sabía de él era que su actitud le gustaba. En el peor de los casos, qué podía pasar. Bueno, en el peor de los casos, sí podían pasarle cosas muy desagradables. Pero a través de sus años de búsqueda de sexo rudo, se había quedado con la idea de que el problema, con los prospectos de amos, era más su falta de acción, que la sobra de ésta. Además, en sus frecuentes viajes en micro bus, ya le habían tocado muchos asaltos y ya sabía reconocer a esos típicos barbajanes. Este no sería un príncipe azul, pero definitivamente no era un asaltante microbusero.

- Pues no me puse este vestido pensando en ninguna reproducción, eso te lo puedo dejar bien claro desde ahorita.

- Te creo. Pero el instinto que te empuja a arreglarte con tanta efectividad, es el mismo, aunque en este momento no quieras reproducirte.


- Y tu ¿eres zoólogo o algo parecido, o porque tanto sobre instintos y todo esto?

- No, lo que pasa es que, si tú estás enviando un mensaje de seducción, bueno, pues yo lo estoy recibiendo fuerte y claro. A mi me interesa ser seducido.

Más claro ni el agua. Claudia estaba consciente de que era necesario responder. O lo bateaba o lo aceptaba. Nunca le había gustado esa sensación, el momento de tener que tomar una decisión. Por eso no le gustaba su trabajo actual. Ser la mejor para dar atención telefónica al cliente la había llevado a convertirse en supervisora de turno. Ahora tenía que tomar decisiones frecuentemente: que si contratar a éste, que si correr al otro, que cuáles merecían el aumento máximo y cuales solo el mínimo. Tan agradable que era hablar con los clientes y fantasear con sus voces. Darles un excelente servicio, mientras pensaba que eran sus dueños y que estaba cumpliendo sus órdenes como esclava obediente. Aceptó el ascenso porque sería impensable dejar pasar la oportunidad. Naturalmente, ahora ganaba más. Eso le había permitido salirse de la casa de la familia e irse al departamento sola. Ahora podía buscar a su amo de los sueños, tranquilamente, sin dar explicaciones. Pero tenía que estar tomando esas malditas decisiones laborales diariamente. Y ahora tenía que decidir. Decidió cambiar de tema.

- Pues yo no sé de instintos, soy supervisora de un turno de agentes de servicio telefónico y ahí no hacemos las cosas de forma instintiva. Documentamos los aciertos y fallas de todos los agentes y así los evaluamos y tomamos las decisiones. Yo creo que el mundo ya no está para funcionar por medio de instintos. Sería un caos.

- No estoy muy seguro de que no lo sea.

Carlos tomó la falta de respuesta explícita, como muy buena respuesta. Si ella quisiera deshacerse de él, no estaría siguiendo la plática, y mucho menos, dándole información sobre su trabajo.

- Y ¿cómo harías tú para ordenar el caos en el que, según tú, está el mundo? Los amarrarías a todos y los obligarías a latigazos a hacer tu santa voluntad?

- No. No a todos. Solo a los que estuvieran muriéndose de ganas de eso.

Los ojos de Claudia y Carlos se mantuvieron enfocados unos en los otros durante un instante que pareció una eternidad. Claudia vio en los de Carlos que su deseo la había rebasado, se le había desbordado y desparramado, ahora lo hacía por los ojos, pero hacía un instante, había salido en estampida por su boca. Carlos lo que vio fue que la faena del día sería más fácil de lo que antes había pensado. No tanto por las palabras que ella había dicho, sino por la invitación, casi tangible, que ahora le hacía su mirada. Claudia se sintió libre como nunca. La decisión estaba tomada y no le había costado tanto trabajo. Tan solo una punzada, como una inyección. Intensa pero breve y, ojalá, igual de benéfica.

Pasado ese momento, las cosas fluyeron mejor. Sin falsos romanticismos ni rutinas cursis, platicaron un buen rato y finalmente acordaron irse juntos. Nada era todavía explícito, Claudia seguía dudando si obtendría lo que deseaba. De ella dependía, de poder explicarlo claramente y en el tono adecuado, sin dejar una impresión egoísta, malsana o arrastrada.

Subieron al coche que él traía y fue necesario que Claudia tomara otra decisión. Pero esa fue fácil. Sus juguetes estaban en casa y quería usarlos todos esa noche, o mejor dicho que Carlos los usara en ella. Por un momento volvió a considerar el riesgo, pero lo desechó. En su casa se sentiría segura. Vivía rodeada de vecinos, los departamentos no eran tan grandes ni las paredes tan gruesas. En caso de problemas, creía poder llamar la atención. Más le preocupaban los asaltantes y diversos criminales que podía toparse en cualquier otra parte. En todo caso sus ganas estaban pesando más que su prudencia.

- Vamos a mi casa. Tengo todo lo necesario para que podamos divertirnos esta noche.

Las dos primeras vueltas que hubiera necesitado indicarle a Carlos para que tomara el camino adecuado, se le pasaron. Su mente estaba en otro tema. Nuevamente tenía problemas para decidirse. ¿Sería mejor que la amarrara a la cama, con brazos y piernas bien abiertos o al revés, que le juntara tanto muñecas como tobillos bien apretados en la espalada? ¿Preferiría que la amarrara parada desde una argolla del techo o agachada sobre algún mueble? ¿Debería describirle en detalle cómo quería quedar inmovilizada o dejarle los detalles a él y solo hacerle saber su deseo de no poder defenderse? ¿Sería él un experto en el tema o habría que explicarle desde para qué sirve una cuerda? Y para cuando ya estuviera amarrada ¿convendría hacer un plan específico de todo lo que la volvería loca de placer y dolor o dejar las ideas a la imaginación de él? Una cosa sí tenía clara, todo lo que le hiciera tendría que ser con condón, no tenía ni la menor intención de hacer algo inseguro.

- ¡Ay, perdón! Te tenías que dar vuelta en la pasada a la izquierda. Se me volvió a ir. Es que como nunca manejo, no me acostumbro a pensar en eso.

- ¿Oye y es seguro para estacionarse en tu casa? Es que este coche es de la compañía y no quisiera tener problemas por que le pase algo. Si hay algún estacionamiento cerca, ahí lo meto, es que ya entes me robaron uno y casi me corren.

- No te preocupes, en mi edificio hay estacionamiento y me toca un lugar por el contrato de renta. No lo uso porque no tengo coche. Déjame ver si traigo las llaves de la reja, pero si no, subo por ellas y te abro. Así sirve para pintarle la raya al vecino. Siempre invade mi lugar, como sabe que no tengo coche... Pero no es ni para preguntar ni nada. Ojalá que no haya llegado, porque si no va a haber que ir a decirle que se acomode bien en su lugar.

- ¿No hay vigilante en el estacionamiento? Podrías decirle a él que mantenga en orden al vecino.

- ¡No qué esperanza! Si apenas hay una señora que barre y falta un día sí y el otro también. Pero tampoco me importa tanto mi lugar, lo único es que debería de preguntar si lo puede usar, cuando menos.

- Pues sí, eso sí.

Ahora Carlos tenía información para planear. Si no había vigilante y sí estacionamiento, la cosa estaba más fácil. Una vez que tuviera a Claudia bien amarrada y amordazada, bajaría por la maleta que traía en la cajuela. La metería en ella y esperaría a que fuera muy tarde, para no encontrar a nadie en el elevador, los pasillo o el estacionamiento. Bajaría la maleta, la metería en la cajuela, sacaría el coche y dejaría todo perfectamente cerrado con llave.

Para que tardaran lo más posible en descubrir su ausencia. Según el Sapo, siempre era mejor que las chavas estuvieran fuera del país antes de que las buscaran. Lo único verdaderamente difícil podía ser subir la maleta a la cajuela él solo. Dependería del peso de Claudia, ojalá que no se lastimara la espalda, no podía llegar al seguro social y decir que era un accidente de trabajo. Por un momento sudó frío ¿y si no había elevador?

Claudia hizo un esfuerzo por concentrarse en el camino. Estaba contenta, tenía la impresión de que esta noche si sería amarrada como se merecía, como llevaba años deseando serlo, que hoy sí sería la "víctima" del "abuso" sexual que tanto había imaginado. Ojalá que no le hubiera fallado el ojo con el tal Carlos.

Al llegar a su edificio, buscó en su bolsa las llaves. Tuvo que rascar hasta el fondo de todo lo que traía para asegurarse, porque esa llave casi nunca la usaba. Ahí vio la pequeña cuerda que le gustaba traer a la mano "por si las moscas". Pensó en pedirle a Carlos que le amarrara las muñecas de una vez y así la hiciera bajarse a abrirle la puerta y subir en el elevador, pero no se atrevió. Después de todo, aún no hablaban de eso. ¿Qué tal que él se arrepintiera o que reaccionara raro o algo? Mejor dejarlo para cuando estuvieran arriba.

Carlos tomó nota. Las llaves de la reja en la bolsa de mano de ella. El vecino del conflicto, por el lugar de estacionamiento, no había llegado. Perfecto, una persona menos que pudiera recordar haber visto a alguien con Claudia. Al bajarse del auto tomó su chamarra del asiento trasero. Completamente innecesaria para el clima de ese día, pero en las bolsas traía los cordeles mugrosos y los trapos con los que pensaba amordazar a Claudia.

Temeridad o no, ya estaban dentro. Claudia decidió no ofrecer alcohol a Carlos, bastante riesgo ya había si en verdad se dejaba amarrar por este desconocido. No convenía agregar otro factor de riesgo. Tan solo de pensarlo se le debilitaron las piernas. No de miedo sino de excitación. ¿Si el alcohol ayudara a que él se desinhibiera y sacara a jugar a sus instintos sádicos? ¡Qué desperdicio si la falta de alcohol fuera la gota que faltara para derramar el vaso! Impensable. Esta noche estaba decidida. Tenía que acabar indefensa y en sus manos. Tenía que llegar al elusivo nivel de la desesperación extasiada. A ese punto de querer defenderse y ya no poder. Al punto, sin retorno, de entregar su último grado de libertad, a sabiendas de que podían ser decenas de minutos o incluso horas hasta que la tortura, el placer, la incertidumbre, la euforia o hasta miedo, cesaran.

- ¿Te ofrezco una cerveza, un tequila, algo así?

- Mejor una coca, si tienes. No quiero ponerme todo tonto y perderme el espectáculo que me tienes preparado.

- ¿Cuál espectáculo?

- Habíamos quedado en que las mujeres enseñan por que es su instinto seductor ¿no?

- Pero tú ya te diste por seducido ¿no dijiste?

- Claro, pero el juego no debe terminar allí. Todo lo demás sería solo placer mecánico.

- En jugar estoy de acuerdo, pero no doy show. Mejor déjame proponerte otro juego.

- Con todo gusto ¿en qué consiste?

- Primero déjame ir por tu coca.

Claudia fue por las cocas al refrigerador con la sensación de tener la gran oportunidad de su vida y el miedo a perderla por no hablar a tiempo.

Carlos se quedó pensando cómo hacerle para sujetar a Claudia sin ocasionar una lucha campal ruidosa e incómoda. Que podía dominarla físicamente, estaba seguro, pero quería evitar la violencia.


Ella regresó con las cocas y cada vez más incomodidad ante su mezcla de excitación chorreante e indecisión para abrir su propuesta.

- Entonces qué ¿en qué va a consistir el juego?

- ¿Pues qué juegos te sabes tú?

- No me la cambies, tú dijiste que me ibas a proponer un juego.

- Déjame poner un poco de música.

Claudia se tardó buscando qué poner, ni lo estridente ni lo romántico le parecían adecuados. Volteó a verlo esperando que él estuviera desvistiéndola con la mirada, pero no fue así. Él parecía más bien concentrado en algo dentro de su mente. Claudia se dio cuenta de que estaba perdiendo tiempo, estaba evitando el momento que, si bien le costaba trabajo afrontar, la hacía derretirse de deseo. Puso música más que nada alegre y volteó con toda la intención de abrir su juego ante Carlos, para que él la abriera cómo, cuándo y cuánto quisiera.

- ¿Te parece bien esta?

- Me parecería bien que dejes de esquivar tus propias ofertas y que me digas ya de una vez por todas a qué quieres jugar.

Ella no pudo más que verlo con cara de susto e internamente comprobar que él tenía el tipo de personalidad que necesitaba. Tan solo de pensar que él mostrara esa actitud cuando ya la tuviera indefensa, se le debilitaban las piernas. No supo qué contestar, como niña de primaria, esperó a que él volviera a hablar.

Carlos no tenía prisa, de todas maneras pensaba esperar a muy tarde para sacar a Claudia del edificio. Sin embargo, la incertidumbre de si lograría completar la chamba y en qué términos, lo tenían ansioso. Decidió proponer a Claudia que se desvistiera sensualmente ante él. De esa forma él podría saltarle encima mientras ella estuviera quitándose el vestido y no lo viera. Aprovecharía que las manos de ella estuvieran un poco impedidas en la maniobra, para sujetarla y procurar cubrirle la boca. Sabía perfectamente dónde estaban sus mecates y los trapos en la chamarra. Solo faltaba ver si podía convencerla de desvestirse ante él.

- Si no me explicas tu juego, entonces pasemos al mío. Yo sigo creyendo que tú quisieras enseñar y a mi me gusta que me enseñen. Por qué no te quitas un poco de ropa, así sensualmente, como en las películas...

Sin poder decidirse a hablarle de frente, Claudia se decidió por actuar. Frenó el monólogo que le solicitaba se desnudara con un ademán y se disculpó un segundo. Él se quedó perplejo por un momento y no supo cómo reaccionar. Ella fue a su cuarto y trajo la caja con las cuerdas, pinzas, fustas, mordazas, vibradores y demás juguetes. La puso en el piso, miró intensamente, a los ojos a Carlos y casi implorando le dijo:

- Tenías razón, sí te voy a enseñar algo. Es esto, son cositas que me gustaría que usáramos esta noche.

Carlos no pudo evitar una sonrisa. Lo fácil que estaba resultando esta chamba. Él corazón de Claudia dobló su ritmo, esa sonrisa claramente implicaba que él sabía para qué era todo el herramental que estaba en la caja y que le gustaba la idea. ¡Esta era su noche!

Carlos metió la mano en la caja y tomó una cuerda. La revisó un poco mientras la comparaba mentalmente con sus cordones mugrosos. Esta iba a ser una entrega de lujo, hasta la cuerda estaba bonita. Regresó la mirada a los ojos de Claudia y la vio en una nueva luz. Realmente le gustaba, además de un gran cuerpo era bella. En una de esas hasta podría pensar en ella como pareja.

Hizo ademán de tomar la mano de Claudia y ella se la ofreció. La giró media vuelta y le pasó la mano por la espalda con suavidad, podría decirse incluso con ternura. Un instante después la tomo del pelo y le jaló la cabeza hacia atrás con una brusquedad controlada. Claudia gimió ligeramente y cerró los ojos. Su humedad aumentó a charco. Él soltó el pelo y le acarició los hombros y la parte alta de los brazos. Después, lentamente, acarició de bajada los antebrazos y los fue juntando muy pegados uno paralelo al otro. Con lentitud exasperante fue enrollándolos con la cuerda en un amarre experto. Efectivo y firme pero suave y cómodo. Sin dejar de acariciar los brazos y hombros con una mano, sacó una gran mordaza de bola de la caja con la otra. Procedió a acariciar el cuello y la nuca con una suavidad que provocaba escalofríos incluso en él. Finalmente, presionó la mordaza contra los labios y Claudia abrió con un incontrolado gemido de placer. El corazón de ambos fue acelerándose, con riesgo de desbielarse, conforme él abrochaba la cinta de la mordaza, bien apretada en la nuca de Claudia, y le acomodaba el pelo.

Carlos se dio cuenta de que estaba perdiendo el control de si mismo. No quiso voltear a Claudia de frente, para evitar encontrarse con su mirada. Sacó de la caja otra cuerda para usarla en los tobillos y siguió buscando para ver si había una venda para los ojos. Era urgente cubrir los ojos de Claudia. De otra manera, correría el riesgo de decidirse a traicionar a la mafia, de poner en peligro la vida de ambos al intentar una huida desesperada. Si le vendaba los ojos antes de volver a verlos, todavía podría controlarse, entregar la mercancía y seguir con su chamba y su vida habituales. Con la mano en la que tenía la cuerda, empezó a acariciar muslos y pantorrillas, con la otra, siguió buscando con qué vendarle los ojos.

Claudia estaba en su mundo. Feliz y excitada. Estaba por lograr la sensación de vulnerabilidad e indefensión que, durante décadas había buscado. Con las manos así amarradas y esa mano amable pero invasiva paseándose por sus piernas, ya sentía recompensada toda su espera. El lunes que volviera al trabajo, sería más comprensiva y paciente, porque estaría más completa. Cuando viera a sus padres y a su hermana, le costaría trabajo no abrir la boca para detallar lo exitosa que se sentía al haber dado este paso en su vida; pero estaba segura de que estaría radiante y toda la gente con la que interactuara, algo notaría. Este era un punto crucial para su vida. Estaba convirtiéndose en ganadora.

Carlos encontró la venda. Era de cuero fino, muy suave y bien terminada. La puso a un lado y ató los tobillos de Claudia. Tampoco esta vez ahorró en caricias ni apresuró el ritmo. Los pies entaconados de ella ya no podrían separarse, patear o correr. Desde el punto de vista profesional, la operación ya podría llamarse todo un éxito Pero Carlos estaba dudando por primera vez en su vida de ratero. Se paró muy pegado detrás de Claudia y vio la venda de cuero en sus manos. ¿Sería capaz de entregar este Rolls Royce de mujer a un anónimo comprador? Durante su carrera de roba coches, había entregado decenas de vehículos, enormemente apetecibles, sin dedicar ni un ápice de su pensamiento a la posibilidad de servirse personalmente de uno de ellos, ni siquiera mientras los entregaba. Eran mercancías simplemente, algo que llevar de aquí para allá y recibir su pago. ¿Sería este el momento de robar para él mismo? Carlos entendía perfectamente que todo dependía de esa mirada. Si giraba a Claudia y volvía a verla a los ojos, sería como firmar su renuncia y, para bien o para mal, destaparía la caja de Pandora y correría llevándose a Claudia con él. Si actuaba como delincuente responsable y vendaba los ojos de ella desde atrás, sin arriesgarse a volver a verlos, todo iría en orden y seguiría trabajando como siempre. ¿Sería capaz de desperdiciar una vida de ensueño, aunque llena de peligrosa huida, al lado de ella? ¿Sería capaz de desafiar a una organización criminal para vivir ese certero idilio? Si la entregaba, de acuerdo con el plan ¿se arrepentiría diariamente durante el resto de su vida, al no saber nada sobre el paradero de Claudia como mercancía sexual?

Decidiera lo que decidiera, Claudia perdía.
FIN
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