12 oct 2011

Relato, Más Allá del Sótano

Lo primero que agradeció fue que cesara el ruido. Más que la sensación de velocidad o la de vacío, el ensordecedor crujido de la caja y los golpes sorpresivos y amenazadores de alrededor; presagios de un choque terrible y devastador. Con el silencio vino la quietud y el alivio, al parecer no caería a un precipicio ni se estrellaría fatalmente contra algo muy duro.

A pesar de que no llevaba ni dos segundos desde que se había detenido, la espera pronto fue peor que el movimiento. Cuando menos las caídas no duran mucho. Aunque acabara con su vida, un movimiento vertiginoso implicaba por necesidad un viaje poco duradero ¿o no? En cambio, esta espera era peor. Podía durar horas o días. ¿Cómo saber qué pasaba afuera? Podía ser que una máquina lo compactara con todo y caja como a los autos de deshecho. Podía ser que ya estuviera encima del fuego crematorio y que no tardara en empezar a sentir el calor de las llamas y el olor del humo. O que estuviera a media carretera y que un gran camión le pasara por encima. ¡Qué incoherencia, carreteras abajo del pequeño local, a media ciudad, en una manzana repleta de comercios! La incertidumbre era verdaderamente desquiciadora. ¿Y si de pronto se abriera la caja y estuviera en el centro de una manada de leones? Un nuevo sistema bien barato para alimentar a los animales del zoológico. Lo que fuera con tal de alejar de su pensamiento su verdadero pronóstico. En vista de lo sucedido, su traidora imaginación ya sabía lo que venía y cualquier idea disparatada era buena para distraer a la conciencia y no encarar lo más obvio. Las paletadas de tierra sobre la caja y la obscuridad eterna. Moriría en unos tres días, de deshidratación, ronco de gritar y con las manos destrozadas de golpear y arañar la madera inútilmente. Empujando una tonelada de tierra hasta desgarrarse los ligamentos de los brazos. No quería comprobar todavía, que la tapa de la caja estaba firmemente cerrada, que ni aunque se hubiera pasado los últimos años dándole como loco a las máquinas de un gimnasio, podría contra las cerraduras, flejes, clavos y demás que seguramente cerraban su último recinto, inalcanzables detrás de unos tablones de una pulgada de espesor, reforzados con barras de hierro y remaches de acero.

Con un dedito la güera abrió la enclenque caja de triplay. Su uña, impecablemente esmaltada de rojo brillante, ni siquiera se inmutó. Se asomó al interior y sonrió.

- Oooooorale, parece que este sí se asustó. Mírale la cara de muerto recién enterrado.

La fortachona se asomó con desgano, sería otro juguete para sus jefas, otro sumiso para torturar durante tiempo indefinido. Como el tipo no reaccionaba, se agachó y lo jaló por los antebrazos. De veras tenía cara de asustado, hasta temblaba un poco y tenía las manos heladas; qué raro, normalmente llegaban desorientados pero no asustados.

Cuando lo sentó, el tipo reaccionó y de un jalón arrancó las manos de entre las de Paty, la fortachona. Rara vez tenía Paty realmente que cumplir su función. La mayoría de las veces bastaba con que ella y su compañera Susana se le pararan enfrente al impertinente, para que éste bajara la mirada y obedeciera. Era una lata cuando alguien realmente se ponía violento, Paty ya se había llevado algunos buenos golpes, pero ningún fracaso. Desde que había trabajado como saca borrachos en aquel espantoso tugurio para borrachas adineradas, siempre había logrado controlar la situación con cierta facilidad. Su tamaño le ayudaba mucho, pero más era la actitud, la certeza que les infundía a los latosos de que si no se ponían en orden, acabarían en el hospital. Ahora, al lado de Susana, su compañera, era mucho más fácil. Eran un par de monstruos y no había ser razonable que se les enfrentara de lleno.

Pero Alejandro ya había pasado al estado irrazonable. Desde la aparición del homo sapiens-sapiens, el pánico y la incertidumbre mortal, siempre logran el cambio: de hombre a máquina de defensa extrema. Paty le gritó a Susana y empujó a Alejandro con mucha fuerza en el pecho, éste cayó nuevamente acostado en la caja, pero inmediatamente volvió a intentar la huida. Para cuando Susana llegó, Alejandro, en su desesperación, ya había roto el costado de la caja y Paty ya le había roto la camisa con los jalones para evitar que se parara y corriera. La güera, Silvia, con sus tacones de aguja, las uñas pintadas y el corsé bien apretado ni se acercó a la trifulca. Era sádica y muy estricta, pero sus habilidades salían a relucir sólo cuando las víctimas ya estaban indefensas o la obedecían por propia voluntad. Para dominar a un loco como éste, estaban las energúmenas, como secretamente les decían las jefas a Paty y a Susana. Por eso no intentó ayudarlas. Por eso tardó en reaccionar cuando Silvia le pidió que le alcanzara un par de brazaletes de cuero.

A pesar de recibir algunas patadas en las espinillas y algunos pisotones, más bien involuntarios por parte de Alejandro, Paty y Susana lograron ponerle los brazaletes en las muñecas y fijarlo con un candado a la primer argolla que encontraron en la pared. Los pies fueron cosa fácil. Mientras Alejandro, con los ojos mucho más abiertos de lo normal, revisaba y jaloneaba los brazaletes inútilmente, le pasaron una correa de cuero alrededor del cuerpo y una vez cerrada la recorrieron hasta los tobillos. Una cadena, un candado y a la siguiente argolla. Un buen estirón y Alejandro quedó fijo, tirado en el piso con las manos y los pies apuntando cada cual para su lado y bien unido a las argollas en la base de la pared.

Silvia se le acercó y se puso en cuclillas cerca de su cara. De inmediato le llegó el agradable aroma del perfume de ella, una fragancia cara, nada de limitaciones, por lo visto. Con la imagen y la cercanía de Silvia regresó una cierta calma a la mente de Alejandro. Esta mujer, vestida toda de rojo, no era muy alta, pero su postura era muy recta. Los hombros bien echados atrás ayudaban a mostrar sus pechos, no muy grandes, pero bien apetecibles, redondos y perfectamente acomodados en las copas del corsé. Esa postura también ayudaba a acentuar hacia atrás la cadera y las nalgas debajo del corsé. Una imponente, pero no excesiva cadera, y unas nalgas que ya quisieran tantas escuálidas modelos de modas. Si los diccionarios explicaran los significados mediante fotos, las nalgas de Silvia aparecerían en varios lugares: redondez, firmeza, lujuria, deseo y ¡quién me desamarra las manos, carajo!

Las piernas no traicionaban tan noble origen. Tanto muslos como pantorrillas encerraban volúmenes nada despreciables, pero muy bien formados. Pies y manos chicos, algo regordetes, pero muy bien cuidados. La piel más morena que tostada, hacía pensar que a Silvia le gustaba estar la mayor parte del tiempo bajo techo, quizá en este enorme sótano. En contraste con la piel, tan antojable y pareja, el pelo pintado de tan güero, sí desentonaba. Un laborioso peinado de mírame y no me toques, encuadraba una cara muy agradable y bastante amistosa. Si Silvia proyectaba dureza y autoridad, eran más su postura y sus palabras que su gesto. La boca chica pero carnosa, la nariz pequeña y los ojos tan dulces, invitaban mucho menos al respeto que a un beso.

-¿Tu crees que vamos a tolerar ese comportamiento aquí? Para ti, todas somos tus superiores ¿esta claro?

Obedeces tanto a Paty y a Susana, como a cualquiera de nosotras ¿entendido? Es la primera vez que vienes ¿no? Con más razón, tus derechos aquí son nulos. Que llegues a este lado habla bien de ti. Pero a causa del exabrupto, podría correrte y vetarte definitivamente. Sin embargo me caíste bien, pero, no te vayas a confundir, el chistecito te va a costar.

Alejandro se sintió de regreso a la primaria. La directora encabronada y él sin poder contestar. Las palabras atoradas, los ojos como platos y moviendo la cabeza frenéticamente para dar respuesta. Un momento después, ya no sabía ni qué había contestado. Lo que fuera con tal de seguir cerca de los zapatos de tacón, las medias, los coquetos calzoncitos, las ligas y el corsé, con sus correspondientes rellenos; pero más que nada, de la mirada envolvente y la promesa implícita que todo esto significaba.

Silvia se levantó, dio media vuelta y algunas instrucciones inaudibles a las fortachonas. Éstas asintieron y se fueron cada una por su lado. Alejandro empezó a sentirse incómodo. Qué hacía él aquí tirado, sin poder moverse a sus anchas, sin poder siquiera rascarse la nariz. Sin poder acomodar la erección parcial que la de rojo le había causado. A la vista de esas personas que trabajaban en algunas esquinas del gran sótano. Por un lado una señora trapeaba el piso de piedra basáltica lisa gris obscuro. Por otro lado un par de jóvenes acomodaban algo, que a esta distancia no se distinguía. Sacaban las pequeñas cosas de cajas y las metían en los cajones de un gran mueble de madera. En muchas de las otras paredes había muebles similares. El techo revelaba sus secretos. Grandes lámparas de neón iluminaban muy bien todo el lugar, vigas y estructuras de acero, tuberías, cableados, y toberas de aire acondicionado. Parecía el interior de un gran edificio, definitivamente fuera de lugar en este sótano. Una cuadrícula de arcos de ladrillo y piedra simulados recorría el techo. Con poca luz, esta escenografía sería lo único visible. Un simulacro de un verdadero sótano antiguo. Las paredes estaban disfrazadas de la misma manera, aunque, por lo menos la pared de atrás de él, sí era bien sólida, piedra real o cuando menos cemento pintado. En varias de las paredes había puertas, lo cual quería decir que atrás de la zona visible habría algo más. A un par de metros de sus manos y la argolla que las mantenía bajo control, había una especie de resbaladilla de rodillos en una estructura metálica ligera, al pié de ésta, una como mesa en donde seguía la caja en la que había llegado. La altura era un solo piso, algo alto, pero solo uno. Increíble pensar en el pánico que le había causado esa pequeña bajada.

En el área central estaba lo que le inquietaba. Por más que quería encontrarle otra explicación, eso era un cepo de tipo medieval. De madera burda y muy reforzada, pero con herrajes de apariencia moderna. Un potro, también era inconfundible. Más allá la famosísima equis de madera, amenazante como pocas cosas. Había otras piezas que no reconocía o no quería reconocer. Por un lado le daba gusto ver todo este equipo: evidentemente no se iba a aburrir. Por otro lado el miedo no lo dejaba por completo. La imagen que lo había traído era más bien una cama, unas cuantas cuerdas y una ninfa juguetona haciéndole cosquillas o cuando mucho dándole unos pellizcos y unas nalgadas. La idea de las fortachonas y todos estos "muebles" era más bien aterradora, la que sí encajaba perfectamente en su fantasía era la de rojo. ¿Andaría todo el día en esa clase de indumentaria?

Antes de que pudiera seguir reflexionando (ya que otra cosa, realmente no podía hacer) regresaron las grandulonas. Pusieron varias cadenas y cuerdas en el piso cerca de él y acercaron un banco con escalones. Susana se le acercó con dos cadenas y una cuerda anudada al extremo de cada una. Hubiera querido hacerse para atrás, alejarse o cuando menos cubrirse la cara o el abdomen, pero era imposible los brazaletes de cuero, el candado y la argolla, no cederían ante tan poco. Pero no, Susana no se acercó a golpearlo ni nada parecido, a pesar de que antes él las hubiera pateado y manoteado desesperadamente. Simplemente unió una cadena con un pequeño candado, al ojillo de cierre de cada uno de los brazaletes. Así de cerca Alejandro pudo ver que Susana lucía un bigote, que hubiera dado envidia a más de un adolescente.

Susana entonces soltó el candado que unía las muñecas de Alejandro a la pared, pero pisó las cadenas que acababa de agregar muy cerca de los brazaletes. Alejandro podría haber intentado un jalón y desestabilizarla, pero ya había probado su capacidad, seguro lo volverían a dominar en un segundo. Además ya sentía a Paty haciendo algo en sus tobillos. Cuando Paty estuvo segura de que Susana tenía todo bajo control, quitó la correa de los tobillos y le puso un brazalete similar a los de las muñecas, pero del tamaño adecuado, a cada tobillo de Alejandro. También esta especie de grilletes de cuero tenían su respectiva cadena y cuerda en la punta de la cadena. Paty se levantó y tomó la punta de las cuerdas con una mano. Susana hizo lo mismo con las cuerdas provenientes de las muñecas de Alejandro.

Alejandro titubeó un poco, pero finalmente se paró, como le ordenó Paty. Susana le pasó a Paty la cuerda de la mano derecha de Alejandro. Él se sentía un poco extraño, en realidad estaba libre, pero estas dos mujeres, cualquiera de ellas más fuerte que él, lo tenían a su disposición, bastaba con que jalaran las cuerdas y sus manos y pies tendrían que seguir los caprichos de ellas aunque él no quisiera. Y así fue. Lo guiaron unos cuantos metros más a su derecha por el mismo muro, hasta donde Paty había previamente puesto el banco contra la pared. Ella se subió y pasó la cuerda de la mano derecha de Alejandro por una argolla fija a la pared unos dos metros y medio arriba del piso. Cuando ella empezó a jalar la cuerda, usando la argolla como polea, Alejandro entendió lo que pasaría con la libertad de su mano derecha y reaccionó. Pegó la mano al cuerpo con fuerza y se agachó un poco, para evitar que Paty pudiera seguir jalando. Susana le puso la mano en el cuello y con una violencia, que en ese cuerpo parecía cosa natural, pegó la cabeza de Alejandro a la pared. Lo sostuvo así sin decirle nada, no lo estrangulaba, pero poco faltaba. Lo veía a los ojos burlonamente mientras Paty jalaba la cuerda con fuerza y la mano derecha de Alejandro inevitablemente seguía el movimiento. Poco a poco pero implacablemente, a pesar de los esfuerzos de él por evitarlo. Finalmente fue la cadena que seguía después de la cuerda, la que pasó por la argolla y el brazo de Alejandro quedó alzado, apuntando directamente a la argolla. Como si quisiera pedirle permiso a la maestra para ir al baño. Paty fijó la cadena a la argolla con un candado y se bajó del banco. Susana le soltó el cuello y, cuando Paty hubo cambiado el banco al lado izquierdo de Alejandro, le pasó la cuerda de la muñeca izquierda.

No pudo evitar resistirse, lo hacía por orgullo, no porque creyera que serviría de nada. Por más fuerza que hizo no logró nada. Lo único que logró, fue descubrir que la expresión de Susana no era de burla, era de disfrute. Verdaderamente lo estaba gozando, Alejandro no supo si esto sería mejor o peor. Pero supuso y confirmó con una ojeada, que Paty también estaba extasiada. No muy lejos de su cara, mientras ella jalaba con fuerza la cuerda, pudo observar en la cúspide de los enormes senos que temblaban ligeramente, como dos grandes pezones intentaban traspasar la sudadera, ya de por sí tan tensa.

Quedó incómodo, con los dos brazos hacia arriba y hacia los lados. No colgaba de ellos, pero no sobraba cadena, un poco más y tendría que estar de puntas. Había olvidado, o más bien querido olvidar, los brazaletes que tenía en los tobillos. Cuando Paty bajó del banco, cada una de las captoras tomó una de las cuerdas y repitió el ya conocido proceso con las cuerdas de los tobillos. Usando argollas que estaban el la pared, pero prácticamente pegadas al piso, le separaron las piernas. Pese a sus esfuerzos y con una lentitud que hasta a él le pareció innecesaria, sus piernas se abrieron hasta que las cadenas alcanzaron las argollas correspondientes. Ahora sí estaba casi de puntas.

- ¿Ya hasta ahí o le abrimos más las patas?

Paty señaló las espinillas de Susana.

- Esas patadas que nos dio van a convertirse en moretones, o sea que tú dirás.

- De veras, vamos a darle otro buen jalón, que se acuerde de su chistecito el baboso.

Sí. De puntas quedó, ahora sí. Con los brazos y las piernas bien abiertos y de espalda a la pared. Si no fuera por que los brazaletes realmente estaban bien hechos le cortarían la circulación. En cambio, lo que sentía no era tanto físico como mental. Ahora sí estaba en manos de estas arpías y, para el caso, de quien fuera. Debía de haber luchado realmente cuando tuvo la oportunidad. ¿Hubiera servido de algo? Claro que no, pero se sentiría mejor.

Apenas pudo revisar un poco sus ataduras, confirmar que eran sólidas, inescapables; que no lo lastimaban, pero que, seguramente, no tardarían en cansarlo y desesperarlo, cuando apareció otra muñeca. Aunque el término fuera tan inadecuado para quien lo tenía en sus manos, quien evidentemente no estaba jugando y a quien seguramente no podría manejar a su antojo; no podía describirla de otra manera. Más que nada por que su aspecto era tan cuidado, tan artificial y tan frío. Al igual que la de rojo, esta no llevaba nada encima que no fuera negro. Un vestido brilloso, casi líquido. Unas botas altas de un material similar y guantes arriba del codo. Todo parecía de plástico y contrastaba nítidamente contra lo blanco de su piel. Se le acercó lentamente, como dándose su importancia. Cuando la tuvo a un paso, casi se sorprendió de que su pelo no fuera también de plástico. Muy lacio y muy negro, largo casi al codo y brillante como lo demás. Era, sin embargo, lo único que parecía natural. Tal vez por la comparación con una piel tan perfecta, pero también tan pintada. El vestido no podría ser más ceñido o la que lo usaba dejaría de respirar. Delineaba unas piernas y cadera más bien flaconas y una cinturita que seguramente dificultaría la chamba de un gastro enterólogo. El vestido también apachurraba, y casi expulsaba dos voluminosos senos aún más blancos, de ser posible, que lo demás.

Luego de verlo un momento, Verónica llamo a Susana.

- Dame una mordaza tipo D para este.

¿Pues cuántos tipos habría, que hasta por letras los tenían clasificados? No que realmente quisiera decir nada, pero a Alejandro no le gustó la idea de que lo amordazaran. Mucho menos le gustó cuando vio el artefacto. Un gran óvalo de cuero unido a múltiples correas. Cuando Susana se la acercó a la cara, Alejandro vio lo que le faltaba ver: una gran protuberancia negra de plástico salía del centro del óvalo. Susana le empujó la cabeza contra la pared con una mano y con la otra le acercó precisamente dicha protuberancia a la boca. Tuvo que apartar las labios para que la mordaza no se los pellizcara contra los dientes y luego tuvo que abrir los dientes para que no se los tirara todos. Tal era la fuerza que Susana había aplicado sobre la mordaza. Sin violencia (relativamente) y sin una sola palabra, Susana lo había convencido de aceptar la especie de pera de plástico negro, dentro de su boca. Todo por su bien, o algo muy parecido.

La pera era bastante grande. De no haber sido el brazo de locomotora de Susana el que la metió adentro, hubiera costado trabajo y tiempo que la parte más ancha pasara por sus dientes. No llegaba tan adentro en su boca, lo suficiente para que la lengua no pudiera moverse gran cosa. Más bien era a lo ancho que prácticamente sellaba el espacio disponible. La parte angosta de la "pera", lo era solo por comparación, ya que mantenía los dientes de Alejandro lo suficientemente separados como para incomodarlo.
Susana no tardó en tener todas las correas bien aseguradas en sus hebillas. Alejandro sintió como si su cabeza quedara envuelta en cintas de cuero en todas direcciones. ¿Para qué tanto? ¡Si ni siquiera podía acercarse las manos a la cara, y la especie de monstruo que tenía en la boca, tal vez ni siquiera saldría sin ayuda de una buena grúa, o por el estilo! Con las correas ya apretadas, el óvalo de cuero le quedaba como untado en la boca y sus alrededores, los labios aplanados contra los dientes. Así sí que no se podía cantar en la regadera. Un minuto antes, Alejandro todavía pensaba que una mordaza era una cinta adhesiva sobre la boca o a lo mucho un trapo entre los dientes y anudado en la nuca. Este aprendizaje estaba resultando demasiado intensivo.

Verónica estaba muy complacida, o por lo menos eso decía su expresión. Se le acercó con unas tijeras, que hicieron que Alejandro se olvidara incluso de la incómoda sensación de invasión que campeaba en su boca. Demasiado rápido para los nervios de Alejandro. las tijeras hicieron la labor de desvestirlo. Pocas veces había tenido él una sensación de inseguridad como la que lo invadió cuando las tijeras anduvieron mordisqueando alegremente sus calzones. Tuvo un escalofrío tras otro, o mejor dicho, encima del otro, que empezaban precisamente en los huevos y llegaban directo al centro de su orgullo. Casi esperó sentir en cualquier momento un piquete o una cortada, pero antes de tener tiempo de darse cuenta que esto no había ocurrido, ya estaba completamente desnudo. Hasta los zapatos estaban ya por su propio lado. Si tan solo pudiera bajar las manos y recoger sus pantalones, o aunque fuera cerrar las piernas. Pero nada, los brazaletes y las cadenas no cedían ni por clemencia.

- Expuesto. Esa es la palabra. No la busques más. Es precisamente lo que necesito, acceso hasta el último rincón de tu cuerpo. Y a través de él también a los recovecos de tu mente. Un juguete para mí y mis colegas, eso eres. Nos vamos a divertir. Pero tú también, a pesar de todo, también te vas a divertir... bueno, algo por el estilo.

Y hablando de exposición, éste (tomándolo bruscamente del pene) se puede exponer otro poco más.

Dicho esto, Verónica dio unas órdenes a Susana, que Alejandro no entendió. Susana abrió una puerta en la pared a la izquierda de Alejandro y entró parcialmente. Empezó a mover algo en la pared que según lo que se veía era como girar un pesado volante. Cuando hubo dado un par de vueltas, Alejandro empezó a sentir como si lo empujaran por detrás. Un segmento de la pared salía empujado por un tornillo a medida que Susana giraba el volante. A la altura de la cadera, apenas arriba de las nalgas, Alejandro iba despegándose de la pared. En efecto, sus genitales iban quedando más expuestos mientras que sus manos y pies se quedaban atrás. La tensión en sus extremidades aumentaba y su apoyo en los pies se iba perdiendo, de seguir así quedaría completamente colgado de las muñecas. Cuando el segmento de pared que lo empujaba hubo salido unos buenos treinta centímetros, Verónica dio la señal de parar.

Las correas de la mordaza le estorbaban algunas áreas del campo visual. Por lo cual, tenía que forzar un poco la cabeza hacia enfrente para observar lo obscena que se veía su verga así forzada hacia adelante. Y más aún, que una erección empezaba a aparecer. En efecto, se sorprendió al sentir que ya el susto había dado lugar al deseo. Se veía como si fuera otra persona, y pensaba "¡qué grueso lo que le están haciendo a ese güey!". Sin embargo, al mismo tiempo, no podía dejar de pensar lo horriblemente delicioso que sería estar en su lugar. Tenía ganas de escapar, de estar cómodamente en su casa, viendo la escena en una televisión, revista o página de internet. Y a la vez, daría lo que fuera por seguir aquí y ahora, sin saber qué y cuánto seguiría.

- Muy bien, chiquito, ya nos vamos entendiendo...

Verónica acarició un poco la erección de Alejandro, y él se dejó llevar por el placer. Un sueño íntimo y más, estaba convirtiéndose en realidad.

- ... pero vamos a empezar por mí diversión, si no te molesta.

Alejandro vio a Verónica salir de su campo visual, estaba tranquilo, al parecer los sustos habían sido por nada. Ella regresó y se acercó por un lado. La sintió hacer algo en la pared, detrás de su cabeza y luego sintió como el armazón de la mordaza le jalaba la cabeza hacia atrás. Quiso hacer fuerza, pero su cuello no era exactamente de luchador y en unos segundos quedó con la cabeza pegada a la pared, de manera muy incómoda, viendo casi al techo. Verónica caminó hacia enfrente, luciendo una gran sonrisa. Alejandro ya solo la veía hasta la cintura, y eso forzando los ojos y jalando lo más posible con el cuello. De su propio cuerpo ya no veía nada. En segundos se cansó y dejó la cabeza en reposo contra la pared viendo las estructuras del techo.

Oyó a Verónica dándole órdenes a la bigotuda Susana, preparando cosas aquí y allá, ocasionalmente veía sus cabezas pasar. Sentía que había pasado mucho tiempo, no en esta posición, sino desde el principio de todo. Desde que el vértigo de la caída dentro de la caja lo hiciera entrar en pánico. Lo más molesto era el hueco que quedaba en su memoria. Ese hueco que precedía al inicio de la bajada a toda velocidad. Como el hoyo cerebral después de una buena borrachera, como la pérdida de consciencia en un desmayo, como haber soñado y no saber qué, como el cajón del estacionamiento de donde desapareció el coche robado. Lo demás lo recordaba perfectamente, desde el día en que buscaba con ilusiones un sitio de BDSM en internet. Uno que le sirviera de algo, no uno del otro lado del mundo. Donde pudiera hacer contacto con personas afines. Con suerte hasta podría encontrarse con alguna de sus amigas. De aquellas a las que no buscaba en plan más íntimo, por miedo a que finalmente lo rechazaran por lo extravagante de sus gustos. Recordaba bien el momento en el que encontró ese grupo, apenas lo podía creer; y casi el infarto cuando la máquina le contestó que su solicitud había sido aprobada. Era ahora parte de una comunidad BDSM local con cientos de miembros.

El Ama Silvia no sabía hacer esto. Le chocaba que el Ama Verónica la pusiera a ella a dar mantenimiento y seguimiento a las listas de miembros y las solicitudes que llegaban al club electrónico. Con lo buena que era el Ama Lorena para eso. ¿Para qué hacerla chambear durante horas, si el Ama Lorena en cinco minutos siempre lo dejaba todo como nuevo? Aquí había una solicitud que sí se iba a aceptar. Me lleva. ¿Cómo se hacia eso? ¿Cual era la maldita clave de aprobación? Ni idea, pero tampoco era de plano tan bruta. Con apagar la restricción que impedía que las solicitudes fueran aprobadas automáticamente, bastaba. Apagada. Se aprueba la solicitud que el Ama Verónica había aceptado. Prendida nuevamente. Así de rápido. Muy bien muchachita ya estás aprendiendo, ya se te está quitando lo babosa, no más güereja pendeja. Ni modo que en esos segundos hubiera entrado alguien más. Qué casualidad ¿no? Apagar la restricción por un instante y entran todos los asesinos, los ultraderechistas mochos, los traficantes de esclavos y los periodistas más amarillistas del mundo. Ja ja ja ja ja ¡qué puntería! ¿no? El contador de miembros... correcto. ¿Segura? ¿No había brincado dos números en vez de uno? Debía de haber apuntado el tiznado número antes de hacer esta tarugada, para quitarse la maldita duda. Pero no. Eran sus nervios. Ni de chiste. Había sido muy poco tiempo.

Ahora sí llevaba ya un buen rato. Alejandro ya sentía medio dormidas las manos, acomodaba por enésima vez los pies y seguía sin lograr un apoyo bien firme. La mordaza se sentía como si hubiera crecido al doble, por la incansable insistencia de permanecer dentro de su boca. El cuello cansado de estar con la cabeza echada hacia atrás. Abrió los ojos como con resorte. Alguien manipulaba su pene. Verónica lo veía complacida, pero alguien más estaba allí abajo. Lorena amarró un cordón alrededor de su glande con mucha destreza, bien apretado pero sin pellizcar. Alejandro sintió el apriete y el miedo regresó. Jamás había hecho algo así, ni en sus noches de mayor lujuria imaginaria. Pronto comenzó a llegar la sangre y hacer más incómoda la restricción conforme el traidor pene de Alejandro crecía lo que podía. Lorena se paró y Alejandro hasta se distrajo del punzante dolor que quería ahuyentar con urgencia. Esta otra mujer estaba radiante. No podía verle más que la cara y los hombros, pero con eso bastaba. Pelo castaño lacio y pesado bastante corto, a la nuca. Piel tostadona pero muy pecosa y los hombros, por el estilo, prometían unos pechos sublimes con pecas hasta en las pecas. En cuanto a ropa, no le veía más que los tirantes, blanco marfil, muy elegantes. Lo que hipnotizaba era la mirada, mientras le sonrieran esos ojos no sentiría incomodidades físicas, la espuma de bienestar que le invadía el cerebro, las borraba todas.

No pudo ver más de Lorena, ella volvió a agacharse y anudó una pequeña cubetita, del tamaño de un vaso, al extremo del incómodo cordón. No era mucho, pero el peso apuntaba el pene hacia abajo y le aumentaba otro grado de molestia al intento de erección. Fácil, pensó Alejandro. Con evitar la erección se resuelve. Distraerse un poco, pensar en un embotellamiento, en el pago de los impuestos, cantar mentalmente unos villancicos, no sería tan difícil. Las punzadas de presión alrededor de su glande, sincronizadas al pulso, no muy lento por cierto, lo regresaron a la realidad. La erección seguía intentando crecer. Claro, en el embotellamiento imaginaba a la muñeca Verónica sentada a su lado, apretándole cruelmente el cinturón de seguridad sobre una erección frustrada dentro de los pantalones; en la oficina sentía los brazaletes de las manos, guiados por Silvia con su liguero, obligándolo a firmar el cheque de los impuestos; y no podía evitar imaginar la penetrante mirada de Lorena derritiéndole la mandíbula, más que forzándosela, a aceptar una enorme mordaza, anuladora del concepto mismo de los villancicos.

Cuando Lorena se cansó de disfrutar los pequeños espasmos que hacían oscilar la cubetita, junto con la expresión afligida de Alejandro, buscó más cordón. Con la soltura que solo da la experiencia, amarró el cordón alrededor de un huevo de Alejandro, muchas vueltas, las suficientes para separarlo un poco del bajo vientre. Lo mismo del otro lado y una cubetita colgante para cada uno. Alejandro empezaba a desesperarse. No era dolor propiamente, era la sensación de riesgo. Ahora sí quería gritar, pero sus intentos sonaban como tenues gruñidos. Hasta a él le sonaban ridículos. Quería decir que ya era demasiado, que no se podía jugar así con partes tan delicadas. Llevaba años cuidándose los huevos, como para que ésta, en un instante, los hiciera rodar por el piso. Ahora que si se los pidiera a cambio de una mirada... Pero no, lo desesperante era que cada vez que movía la mano para tocar en qué estado tenía todo por allá abajo, la mano no se movía. Seguía firme en su brazalete, saludando al infinito, igual que la otra ¡inútiles!

Lorena se alejó un poco y Alejandro pudo verla en todo su esplendor. Quizá un poco flaca pero muy bien proporcionada, con un conjunto de ropa interior bastante normal, comparado a la vestimenta de las otras dos, pero no menos atractivo, suficientemente revelador y muy fino. Nada de medias, solo una piel que otra vez le recordó lo restringidas que tenía las manos. ¿Por qué andarían todas vestidas de esa manera? Alejandro no pudo dejar de pensar que así debería de ser el paraíso, muy diferente a lo prometido en las clases del catecismo. Lorena volvió con una gran bolsa de canicas. A Alejandro casi le hizo gracia, pero en vista de los acontecimientos recientes, también lo llenó de desconfianza. No era para menos, Lorena echo unas cuantas canicas en cada una de las pequeñas cubetas colgantes que no deberían de estar allí, que no deberían habérselas vendido a este trío de arpías. A las cuales, sin embargo, Alejandro comenzaba a estimar.

El aumento del peso se dejó notar, y el impacto de cada canica al llegar al fondo del recipiente le recordó a Alejandro las clases de biología de la primaria: "Los nervios transmiten los impulsos al cerebro con velocidad casi instantánea y el cerebro responde con una interpretación de la señal recibida, que puede ser de dolor, temperatura, textura, etc." Bueno, cuando menos no le habían mentido sus maestros de primaria. Lorena ahora jugaba con el vello de su pecho. El cuerpo de Alejandro ciertamente no rivalizaba con algunas de sus anteriores víctimas (ya había tenido en sus manos verdaderos monumentos de músculos) , pero no era eso lo importante, sino lo expresivo de sus ojos y sus gestos. De eso, a este le sobraba, era como ver una película con subtítulos, no había duda. El dolor, el miedo, la sorpresa, nítidamente descritos en los ojos bien abiertos, incómodos por la posición pero descriptivos como pocos. En este momento, parecía un niño de primaria, oyendo la lección con atención, esperando ansiosamente ver qué seguía. Un puño más de canicas para cada cubeta, eso seguía. La expresión ya era un claro dolor, la incomodidad se transformaba y recompensaba a Lorena con ese cambio. Qué fácil, unas cuantas canicas más y hasta la respiración de Alejandro cambiaba, ahora lenta, pero forzada, apenas disfrazando unos gemidos allí atrás. Otros cuantas y los ojos cerrados, eso es, a concentrarse en el dolor a ver con la imaginación lo estirados que tenía los huevos, lo tirante que iba colgando el pene, olvidada ya la erección. Era notable lo poco que necesitaba Lorena para modelar la expresión a su gusto. Si tantos escultores antiguos hubieran conocido esta técnica, se habrían ahorrado unas enormes cantidades de esfuerzo. Alejandro lo sabía bien, era como en el foro del grupo, bastaba muy poco para que las Amas controlaran las reacciones de los participantes.

Empezó a publicar mensajes con timidez. Elogiando algún comentario de las Amas un día, haciendo alguna pregunta otro día. Con años de experiencia en el mundo de la adulación corporativa, no le costó mucho trabajo hacerse el agradable e ir quedando como incondicional de las Amas, a cada una en su estilo. Eran tres las Amas y muchos los y las aspirantes a víctimas. Lo más interesante parecían ser los fines de semana infernales, en los que las Amas invitaban a 10 de los miembros del club y los usaban para su sádico placer. Por los comentarios, los asistentes quedaban muy satisfechos, adoloridos y cansados. Al parecer, las Amas quedaban más satisfechas todavía y empleaban la invitación a uno de estos fines de semana como herramienta de poder. Manipulaban a placer a los miembros con la promesa de invitarlos o con la amenaza de no invitarlos. Nunca se daban detalles de qué pasaba en los fines de semana, ni en dónde se hacían. Solo los que ya habían asistido podrían contestar y se cuidaban de no hacerlo, seguramente tenían muy temibles razones para callar. A pesar del misterio, en el foro del club, se daba una velada pero feroz competencia por ser invitado eventualmente, y más aún por ser invitado más de una vez. Alejandro hacía hasta lo imposible por recibir una invitación.

Ahora quisiera poder hacer hasta lo imposible por evitar el siguiente choque del fuete contra su piel. Era Verónica la que se divertía ahora con los quejidos de Alejandro. Él mismo lo consideró increíble, pero por el momento se había olvidado del insistente dolor de huevos y pene que Lorena le había dejado. Ella se fue como llegó, sin decir ni agua va. Simplemente le dejó colgadas las cubetitas repletas de canicas, hasta la gravedad terrestre obedecía a Lorena en perjuicio de Alejandro. Cada vez que Verónica estrellaba esa punta de cuero contra su pecho, comprobaba como estos nuevos relámpagos de dolor lo distraían por completo de las canicas. Cuando el cuero estallaba en ardor contra el interior de uno de sus muslos, agradecía que no hubiera chocado contra alguna cubeta, el cordón o el torturado órgano que la sostenía. El ritmo de los fuetazos contra la parte expuesta de sus nalgas, casi se sincronizaba con las punzadas, que su latido cardiaco provocaba, donde los cordones le estrangulaban sus partes más sensibles. Pero lo bueno es que de eso ya no se acordaba.

Podría haber organizado una concurso interno: ¿Qué dolía más, fuete contra pezón; huevo estirado; fuete contra muslo, abdomen, corva, brazo; pene ahorcado; muñecas agotadas; pies acalambrados; mandíbula invadida; cuello estirado? Bueno, en algo había que entretenerse, ya que escapar no podía. Con algo había que comprobar que el cerebro todavía funcionaba, que no se había quemado con las intensas descargas de dolor que le llegaban a través de los nervios, cada que a Verónica se le ocurría descargar otro fuetazo en alguna parte de su piel.

¿No se cansaba nunca este robot, por fuera de negro y por dentro de crueldad? Pegaba sin pausa, no se olvidaba de ningún área del cuerpo, de las que valieran la pena, de las sensibles. Sobre todo, no se olvidaba de volver a las zonas que ya no podían más, que ya estaban rojas y ardorosas. En su cara no se leía el disfrute, como en los vastísimos ojos de Lorena, más bien se escondía. Allí estaba, pero disfrazado de severidad y frialdad, como si exponer lo mucho que se deleitaba al inflingir dolor en Alejandro, de alguna manera le transfiriera algo de ese deleite a la víctima. Al parecer funcionaba, lo único que ese tieso rostro le provocaba, era angustia. La profunda angustia de la espera ¿cuándo decidiría Verónica parar los azotes? Lo único que podía hacer era esperar. Pero no una espera aburrida y tediosa, sino una espera impaciente y desesperada. Comprobando con demasiada frecuencia que las ataduras no habían decidido ceder milagrosamente, y recordando, cada muy poco, que de las canicas ya no se acordaba.

Así había sido la espera por la invitación. Inquieto y dudoso, había seguido dándole por su lado a todo lo que las Amas dijeran en el foro. Condenando todo lo que alguien más dijera en su contra. Haciendo méritos poco a poco. Trabajando duro en cualquier cosa que las Amas le encargaran. Ganándose la confianza y esperando y esperando. Cada vez que abría su correo y veía que no había tal invitación, era como recibir una bofetada. Cada semana leía como unos y otras ya las habían recibido, ya habían asistido, ya habían disfrutado de un terrible fin de semana.

Como Ama y administradora, el Ama Verónica se sentía incómoda cuando dejaba pasar las cosas. En este caso, sin embargo no parecía cosa importante. Habían descubierto el error hacía más de un mes y no parecía haber mayor problema, pero al Ama Verónica no se le quitaba de la cabeza, era como tener una pinza en un pezón. Nada grave, pero molesto, insistente, una lata. Todavía se acordaba de esas sensaciones, en sus primeros juegos de SM, cuando creía que ser la sumisa era lo más divertido. Cuando no se había dado cuenta de que el intercambio de poder podía servir también para abusar. Para sacarle información valiosa o privilegiada a los sumisos y obtener ventajas, poder y dinero. Lo importante era seleccionarlos bien, solo gente que tuviera mucho que perder, que temiera realmente una exposición ante la familia o la sociedad, que soltara datos de veras jugosos a cambio de mantener el secreto. O también a cambio de parar el dolor. Esa era la verdadera satisfacción profesional del Ama Verónica, la tortura real para sacar información, el chantaje era solo negocio, era un mal necesario. En cambio, los que sucumbían a la tortura y soltaban lo valioso allí en el terreno del dolor, realmente la excitaban. Con los años que llevaba abusando de esta manera, ya no podía jugar a la sumisa, temía caer en su propio juego, sin embargo a veces lo extrañaba.

El error estaba en las estadísticas del club por internet. Había un miembro más que la cantidad de aprobaciones que se habían hecho. Desafortunadamente el programa no ofrecía la opción de relacionar una a una las membresías con las aprobaciones. Solo daba números totales. La única forma sería hacerlo a mano y eso sí que era demasiado laborioso, había centenares de miembros. Un orgullo de Ama mal entendido le impedía hacerlo ella misma. Ordenar al Ama Lorena que lo hiciera ella le parecía injusto, el Ama Lorena entendía mucho mejor cómo funcionaba la computadora; si alguien se había equivocado, la más probable era el Ama Silvia. De manera que pedirle que buscara el error era perder el tiempo, ni siquiera sabría por dónde empezar y seguramente el Ama Lorena acabaría por hacerlo todo. A ninguna de las tres le había parecido que la cosa fuera grave, por eso ya habían dejado pasar meses. Pero el Ama Lorena insistía en que no era un error de computadora y eso era lo que la preocupaba. En el mejor de los casos encontrarían datos duplicados de un miembro o algo por el estilo. Pero en el peor de los casos, alguien había entrado sin ser aprobado. También eso podía ser muy simple o muy grave. Pero en caso de ser grave, todo podía venirse abajo. Quién sabe cuánto podría haber hablado con los demás, ese hipotético intruso. Hasta dónde podría haberse enterado, qué pruebas podría tener.

Estas reflexiones la decidieron ¿qué caso tenía arriesgarse? Aunque les tomara días, había que hacer la comprobación a mano. Las consecuencias de seguir dejándolo para después podrían ser fatales. Lo mejor sería hacerlo las tres juntas. Sería divertido, trabajar como cuando empezaban, todas juntas y solas. De esa forma, también podría evitar que le escondieran cualquier cosa, en caso de que el Ama Silvia o el Ama Lorena estuvieran involucradas. Lo más pronto posible, antes del siguiente fin de semana infernal.

Nunca supo en que momento, pero los azotes perdieron eficacia. No porque Verónica dejara de darlos con fuerza y puntería. Sino porque su piel se sentía como dormida. Sentía calor y ardor en todas las partes que habían recibido las docenas de fuetazos, además de sentir los que seguían cayendo, pero ya no era lo mismo. Habían pasado a segundo plano, el calor y el ardor ahora lo abrazaban y acurrucaban como si fueran cobijas, su mente quedaba como protegida detrás. Verónica ya se había detenido. Su experiencia le había indicado el cambio en las reacciones de Alejandro y por lo tanto ya no tenía caso seguir. La desventaja fue que con esto, la excitación volvió a tomar vuelo y la erección quiso hacer otro intento por aparecer. Como si no supiera que un número desconocido de canicas, muy mal aconsejadas por las leyes de Newton, estaban decididas a impedirlo. Las resultantes punzadas en la base del moradísimo glande lo sacaron del sopor. El ardor volvió con una picazón de aullido, pero la gran mordaza frustró todas las aspiraciones lupinas de Alejandro.

Un rato después, Alejandro seguía peleando contra la erección y los dos iban perdiendo, solo el cordón y las canicas tenían cómo ganar. El ardor de los azotes, ya disminuía a una molestia constante pero no tan intensa. Una mano en su pecho lo hizo abrir los ojos. Era Silvia con sus guantes rojos y una pinza que se aseguró de mostrar bien clara a Alejandro. Era de las peores con un tornillo para regular el apriete, no con resorte. Los resortes tienen un límite, pero los tornillos se pueden apretar demasiado. Estuvo un rato jugando con su pezón derecho y mientras tanto se le recargaba en todo el tórax, se le embarraba, para mayor precisión. La sensación del corsé satinado en su abdomen y los antebrazos enguantados acariciando su pecho y costados, no podía más que empeorar los intentos de la erección por resucitar. Finalmente le puso la pinza en el pezón, no la apretó más que lo necesario para que se quedara en su lugar. Ella sacó otra pinza, quién sabe de dónde, y con mucho jugueteo y apapacho previo, la puso de igual manera en el otro pezón de Alejandro. Tantas caricias hubieran sido muy bienvenidas por Alejandro, pero en otras circunstancias, en este momento había un centinela muy atento a evitar que disfrutara cualquier excitación. Silvia parecía tener una especial predilección para reptar por el cuerpo de Alejandro y de esa manera fue llevando las manos hasta la entrepierna. Alejandro sintió cómo los dedos enguantados le recorrían toda la zona. También sintió cómo tres pinzas tomaban su lugar entre su ano y los huevos. Por supuesto que Silvia no hizo ningún esfuerzo por evitar balancear las cubetas con canicas en repetidas ocasiones. Alejandro se sentía más o menos tranquilo hasta que sintió el apriete de estas tres pinzas. El agudo pellizco aumentaba y aumentaba, cada vez que Alejandro juraba que estaba en el límite, el dolor aumentaba un poco más.

Cuando las tres pinzas estuvieron tan apretadas como Silvia quiso, Alejandro volvió a perder la lógica. Sus manos volvieron a dirigirse a su entrepierna para quitar la fuente del dolor y sus piernas volvieron a cerrarse. Pero solo en su imaginación, porque en la realidad los movimientos no pasaron de un par de centímetros. Otras pinzas siguieron en la parte más alta del interior de los muslos, dos en cada pierna y una vez más fueron apretadas como si de eso dependiera que Alejandro escapara o no. Con risas coquetas, que a Alejandro no le hicieron ninguna gracia, Silvia volvió a ponerse en pie. Nuevamente recargada sobre de él y muy poco a poco apretó alternativamente las pinzas de los pezones. Observando con calma exasperante la reacción y el sonido provenientes de la cara de Alejandro después de cada movimiento. Alejandro hubiera querido controlar su respiración y esconder su dolor, pero no era posible, cuando menos no con ese grado de apriete.

Pasados algunos minutos ya tenía pinzas en los brazos, cerca de las axilas, en otros lugares del pecho y en los lóbulos de las orejas. Silvia soltó el amarre que sostenía la cabeza de Alejandro hacia atrás. Con gran alivio, a pesar del dolor provocado por lo entumecido de los músculos, él la enderezó y volvió a ver el recinto desde un ángulo normal. Ahora sí tenía coraje, las caricias de Silvia ya eran una ofensa, una burla al venir mezcladas con tan concentrado dolor. Ella se separó algunos metros para admirar su obra y luego hizo lo más cruel. Se volteó para que él pudiera ver sus magníficas nalgas, se metió los calzoncitos entre las nalgas y lentamente caminó hacia atrás hasta apoyarlas contra él. Durante largo rato estuvo restregándoselas en el atormentado pubis, acariciándolo, apenas rozándolo o presionándolo con ellas. Toda recargada sobre él, permitiéndole que metiera la nariz entre su pelo y acariciándole las nalgas por los costados con las manos, no tuvo compasión. Le permitió sentir la impotencia y la tragedia de la restricción física en su máximo esplendor. Con esas nalgas que lo hacían babear, ofrecidas pero igualmente inalcanzables, con una promesa y la simultánea prueba de que no sería cumplida.

Alejandro se sintió traidor a sí mismo, pero el contacto directo de esa masa cuasi perfecta en su piel y la debilidad de su voluntad provocada por el agudo dolor en tantos puntos, lo acabaron. Así, con el peso de Silvia recargada contra él la aceptó y le agradeció lo de las pinzas y lo que viniera, sin palabras pero con toda su elocuencia, sintió como que se lo decía en larga conferencia. Igualmente largo fue el rato que Silvia descansó sobre de él, como si pudiera darse cuenta de lo que él le quería decir y evitara interrumpirlo.

Finalmente se le separó y se acomodó los calzones. Unos instantes más tarde entraron Verónica y Lorena seguidas de Paty y Susana. Siguiendo las instrucciones dictadas por Lorena, Paty y Susana fueron quitándole las pinzas de una en una. Dando tiempo para que Alejandro experimentara sin distracciones el dolor provocado por la sangre, al regresar al área comprimida. Alejandro vio que Silvia se reía entre dientes, conocedora de que al quitar las pinzas no todo es alivio. Toda intimidad, aunque reciente, Silvia ya la había hecha a un lado. Todas las pinzas fueron retiradas, con su respectiva oleada de dolor cada una, que Alejandro tuvo que sufrir viendo como ellas lo disfrutaban. Siguieron las cubetitas de las canicas y luego los cordones. Igualmente la sangre regresó como los niños a la playa, atropelladamente y pasando por encima de lo que fuera, con griterío y manoteo. Varios minutos le duró el hormigueo y las extrañas sensaciones, al recuperar la sensibilidad y al recuperar todos los componentes su tamaño.

Susana manipuló el mecanismo que empujaba la cadera de Alejandro hacia adelante, hasta que estuvo nuevamente al ras de la pared. Alejandro estaba ya muy cansado como para decir que sintió alivio, pero lo que sí es seguro es que algo sintió. Finalmente Paty volvió a subirse a su banquito y abrió los candados que lo fijaban a las argollas. Alejandro se acostó en el piso y hasta eso le costo trabajo. Sus músculos y tendones estaban demasiado entumidos como para moverse con soltura. Le dejaron puestos los brazaletes en muñecas y tobillos y también la mordaza. Descansó un rato mientras sus captoras platicaban y organizaban cosas por ahí. Eventualmente, Paty le dijo que se parara, pero él no había entendido bien todavía que no debía de considerar su opinión, solo obedecer y solamente volteó a verla como con duda, seguía muy cansado y necesitaba seguir tranquilo un rato. Que no molestaran, ya bastante había tenido, era el momento de relajarse, un cafecito no estaría mal, pero principalmente, prioritariamente, urgentemente era la hora de rascarse los huevos y por muy buenas razones.

Un grito lo sacó de sus ilusas intenciones de tomárselo con calma y un jalón a sus brazos lo sacó de su cómoda posición horizontal boca abajo. Paty tenía las cadenas de los brazaletes de sus muñecas en las manos y le jalaba los brazos hacia arriba sin miramientos. Como pudo, trastabillando y sin poder usar las manos, se paró. Con incredulidad sintió cómo Paty le juntaba las manos atrás y vio acercarse a Susana con una cuerda. Quiso voltearse, zafar las manos, reclamar. Ya había tenido suficiente, necesitaría varios días de reposo para volver a tener siquiera un pensamiento relacionado al SM. Pero Paty lo tenía demasiado bien sujeto y la mordaza, ni se diga. Una vez que Susana ya había puesto un par de vueltas de cuerda alrededor de sus antebrazos, Paty le quitó los brazaletes. Alejandro sintió la oportunidad de librarse, pero era demasiado tarde, ya la cuerda de Susana lo limitaba y pronto sintió crecer el número de vueltas que le circundaban las muñecas y hasta medio antebrazo. Aunque las vueltas no eran muy apretadas, cada una reforzaba a las demás y sus brazos se juntaban firmemente detrás de su espalda. Cuando Susana empezó a pasar también varias vueltas perpendiculares, ya sus codos casi se tocaban. Alejandro estaba alarmado, no solo le habían hecho todo lo que le habían hecho, y por puro gusto, pues de nada más había servido; sino que además todavía le seguían. ¡Y su rascada de huevos qué!

Cuando Susana acabó con sus nudos (bien lejos de los dedos de Alejandro), Paty lo llevó ante una especie de cama como de consultorio médico, alta angosta y segmentada, con un colchón más bien duro y muy delgado.

- Abre las piernas, maestro.

Alejandro era muy iluso o de plano lento para aprender. Con apretar las piernas creyó que lograría algo. Susana le puso inmediatamente las manos en el cuello y apretó. Una cosa era lo excitante de sentirse indefenso, de sentir que estaba en manos de unas torturadoras inclementes, que le pudieran infligir dolor sin que él pudiera evitarlo; y otra cosa, muy diferente, era no poder defender su vida ante un ataque relativamente simple. Como de rayo abrió las piernas y se quedó muy quieto.

Paty le puso una cadena alrededor de la cintura y la cerró con un candado en su espalda. Estaba lo suficientemente apretada como para no salir ni hacia arriba ni hacia abajo, pero no más. Después Paty le puso otra especie de brazalete de cuero en la base del pene incluyendo los testículos. Era muy ancho de manera que le separaba notoriamente del vientre, todas sus ya maltratadas partes. Lo apretó mucho con las dos correas y hebillas que cabían a lo ancho del cuero. De haber podido hablar, Alejandro hubiera preguntado acerca de la posibilidad, ya que Paty andaba por allá abajo, de que finalmente le rascara los huevos. Una mordaza, a veces también puede ser benéfica para el que la lleva puesta.

Del tubo de cuero, alrededor de sus genitales, salían dos cadenas, una de arriba y otra de abajo. Paty jaló la de arriba y la unió con otro candado al cinturón de cadena. La tensó mucho, demasiado, de manera que otra vez los genitales de Alejandro resultaban fuertemente estirados, pero esta vez hacia arriba. Luego jaló la que salía hacia abajo, por entre las piernas y las nalgas de Alejandro y nuevamente la tensó como si tuviera un malacate instalado en el brazo. Intencionalmente la tensó hasta que centró nuevamente los huevos y pene de Alejandro en su lugar. Ya no quedaban estirados para arriba ni para abajo, solamente bastante ahorcados y separados del cuerpo por el ancho tubo de cuero. La cadena, en cambio quedaba muy tensa y oprimía toda la zona de la entrepierna, incluido el ano. Con el mismo candado que cerraba el cinturón en la espalda, Paty la fijó. Ahora, debido a la tensión, los eslabones del cinturón de cadena se le encajaban muy molestos en las puntas laterales de la cadera. Cuando Paty terminó, él buscó la cadena con las manos y trató de jalar el segmento que pasaba entre sus nalgas para sacarlo y quitarse la molesta sensación. Por supuesto que no logró más que comprobar, que no podía moverla casi nada.

Entre Paty y Susana entonces lo subieron a la cama boca abajo, dejando que su peso aplastara los genitales que tan forzosamente estaban exprimidos hacia adelante. Le quitaron los brazaletes de cuero de los tobillos y se los amarraron como las manos, con montones de vueltas de cuerda y otras vueltas perpendiculares encima para acabar de asegurar. Con tanta cuerda sus rodillas quedaban bien juntas y no podía abrir las piernas para dejar un poco de espacio para sus apachurrados huevos. Olvídense de la rascada, el tubo de cuero era lo suficientemente rígido y largo que casi los cortaba como saca galletas. Tuvo que empujar hacia abajo con las rodillas y el pecho para levantar la cadera y liberar un poco la presión. Paty le dobló las pantorrillas hacia arriba, las acercó a sus manos y pasó unas cuantas vueltas de cuerda entre el amarre de sus tobillos y el de sus muñecas, pero no lo apretó.

Lorena tomo esta última cuerda y enganchó una sola espira a un malacate eléctrico que colgaba del techo. Alejandro vio que todas lo miraban con curiosidad y presintió que algo estaba por ocurrirle, seguramente algo nefasto. Como perrito de Pavlov ya respondía a las miradas de estas mujeres, y podía prever cuándo venían las chingaderas. Oyó un motor eléctrico pero no supo qué pasaba, ya que él no había visto el malacate. Durante unos segundos, todo siguió tranquilo, mientras el malacate recuperaba la cuerda floja. Finalmente empezó a tensar y Alejandro sintió correr la última cuerda puesta por Paty. Como el gancho jalaba únicamente una espira, las demás corrían y se apretaban entre los amarres de sus tobillos y muñecas, juntándolos lenta pero inexorablemente. No tardó mucho en empezar a sentir como se acercaban y por curiosidad tocó las cuerdas que se movían en su proceso de apriete.

- Si no quieres un dedo roto sácalos de ahí.

Claro, la advertencia de Lorena hasta sobraba. Con mucha prisa Alejandro se aseguró de separar los puños bien cerrados y hasta hizo lo posible por separar los pies, por si acaso. A medida que sus pies se juntaban a sus manos, su cuerpo volvía a aplanarse contra la cama y aplastarle los huevos, pero nada podía hacer. Eventualmente, el malacate lo empezó a alzar de la cama, le alzó las rodillas, los muslos y empezaba a alzarle la cintura cuando Lorena lo detuvo. Alejandro ya sentía una gran tensión en sus hombros, puesto que tenía estirados los brazos hacia atrás y empezaban a soportar algo de su peso. Lorena se acercó para ver mejor y subió más el malacate, lo ajustó un par de veces hasta que estuvo satisfecha. Mientras más lo levantara, Alejandro sentía menor presión en los huevos, pero mayor en los hombros, muñecas y tobillos. La altura por la que se decidió Lorena, le dejaba una combinación funesta de incomodidad y dolor en ambas partes. Como ya había visto, la gravedad no era imparcial, siempre estaba del lado de ellas.

Cuando todas hubieron revisado, aprobado y felicitado a Lorena por el predicamento en el que lo dejaba, todavía se le ocurrió algo más. Susana lo levantó un poco por los hombros y Lorena puso debajo de su pecho un cuadro de hule con picos hacia arriba, algo similar al tapete de un coche volteado al revés. Susana lo dejó nuevamente que se apoyara en el pecho, sobre los cientos de picos de hule. No perforaban, a fin de cuentas eran de hule, pero qué molestos resultaban, justamente en la parte de su cuerpo en la que todavía se apoyaba una parte significativa de su peso. Por no quedarse atrás, Silvia decidió ponerle una venda en los ojos. Hecha ex profeso, para eso, era de cuero suave y tenía pegadas dos esponjas negras en la posición de los ojos, no dejaba ni una pequeña rendija. Para evitar que intentara quitársela contra la superficie de la cama, también le amarró un cordón a la parte trasera del arnés de la mordaza y lo jaló, la otra punta la fijó al gancho del malacate. Con esto la cara de Alejandro quedaba despegada de la cama y su cuello, una vez más, forzado hacia atrás.

- Te vamos a dejar descansar un rato. Como vemos que nuestras atenciones te molestan, te vamos a dejar unas horas tranquilo para que al rato estés relajado y fresco para disfrutar lo que te tenemos planeado.

Alejandro no supo cómo tomar el comentario burlón de Lorena. Si de veras lo dejaban tranquilo a lo mejor sí estaría a salvo de más sorpresas desagradables, pero si en realidad lo dejaban así durante horas, puede que prefiriera las sorpresas. De la rascada de huevos, ya ni hablar ¿verdad?

Todas acabaron con el cuello adolorido, los ojos de tecolote y las nalgas aplanadas. Estar encimadas en el monitor de una misma computadora, revisando aprobaciones contra la lista impresa de miembros del club, durante tantas horas, había resultado peor de lo imaginado. Pero la búsqueda dio frutos. En efecto, había un tal Alejandro que no había sido aprobado. El Ama Lorena iba a rastrear lo mejor posible cómo había podido ocurrir esto, pero eso sería otro día, tampoco sería fácil en encontrar la causa. Por lo pronto había que decidir qué hacer. El Ama Verónica no pudo dejarlo para después. Estuvo leyendo hasta altas horas de la noche todos los mensajes de Alejandro en el foro y las respuestas que otros hubieran dado a éstos. No encontró nada sospechoso ni revelador, pero no podía confiarse. Si había entrado al sistema con alguna maña, tenía que ser porque supiera algo, el Ama Verónica creía en las casualidades, pero no de este tamaño.

Podían estar en un gran problema y había que quitárselo de encima. Desde aquel momento, hacía años, en el que el Ama Verónica había decidido usar sus juegos eróticos para sacar provecho, lo pensó. ¿Qué haría en caso de ver amenazado su modo de vida, sus comodidades y hasta su libertad? ¿Hasta dónde llegaría? En aquella época la respuesta siempre fue: hasta donde sea necesario. Pero estar en esa situación era diferente, no resultaba tan fácil decidir sobre lo real como sobre lo hipotético. Sería necesario pensarlo más y con frialdad.

Pasados algunos minutos Alejandro todavía se sentía relativamente aliviado. Cierto que estaba muy incómodo, cierto que le dolía todo y más. Cierto que la posición en la que estaba amplificaba la sensación de estar amarrado, de no poder usar las manos, ni acomodarse, ni levantarse de los odiados picos, ni recargar la cabeza, ni escupir la mordaza, ni sacarse la cadena de entre las nalgas, ni liberarse los huevos, ni dejar de aplastárselos, ni evitar las frecuentes, dolorosas e infructuosas erecciones. Pero que nadie se le acercara, tenía sus encantos, no temer qué le harían ni hasta dónde llegarían. Que las cosas no empeoraran también tenía su valor ¿o no?

Pasados ya más minutos, no parecía que las cosas fueran tan bien. Todo empezaba a ser demasiado, además el aburrimiento. No tenía nada en qué pensar más que en las múltiples quejas que haría si pudiera hablar. Con los ojos bloqueados tenía una distracción menos, solo el oído le servía para desviar un poco la atención. La idea de librarse, de poder ponerse cómodo, de poder hacer lo más simple de todo, de recuperar sus libertades más esenciales, iba poco a poco invadiendo su mente. Ya no era tanto un dolor en específico, sino el cúmulo de incomodidad y hartazgo, que iban haciendo cada vez más urgente el escape. Y sin embargo, por otro lado, deseaba que tardara mucho en llegar.

Después de mucho pensarlo, de darle vueltas y vueltas, de masticarlo hasta el cansancio, el Ama Verónica se dio cuenta de que la decisión realmente ya no quedaba en sus manos. No si quería conservar su modo de vida, no si quería retener el control, no si quería seguir durmiendo tranquila. Era un trago amargo, pero había que tomarlo. Como correr a un empleado o entrar a una cirugía o acabar una relación amorosa. Había que acabar con el problema y, hasta donde ella sabía, el problema se llamaba Alejandro.

Ya no podía más. Por la enésima vez intentó sacar las manos de las cuerdas. Otra vez trató de encontrar el nudo, que ya sabía que no estaba allí. Nuevamente pujó con todo el esfuerzo de que fue capaz por romper esa cuerda, aunque entendía que no podría. Como ya tantas veces, trató de estirar las piernas hasta que le dolió la cintura y lo hizo claudicar. Siguió gruñendo con furia, las venas del cuello se le volvieron a saltar como si fueran a reventar, los ojos rojos aunque nadie los viera, los dientes apretados, pero no unos contra otros. Una vez más apretó las nalgas y comprobó que la cadena seguía de impertinente, presionando contra su ano, sin darse cuenta de que no era bienvenida. Otro intento de acomodarse y nada, pura frustración, pura rabia. Ganas de ahorcarlas, de patearlas, de cortarlas en cuadritos y echarlos uno a uno en una pecera llena de pirañas. Ganas de rogarles, de prometer hasta lo último, de aceptar que habían ganado. Nadie para oírlo. Solo el tiempo, al que ya se lo había explicado hasta el cansancio. Y el cansancio, para recordarle que ahí seguía y que no sabía cuánto más.

El Ama Verónica emitió una invitación más. Normalmente se invitaba con quince días de anticipación, a Alejandro con tres. No podría aguantar un solo día mas de lo necesario para acabar con ese miedo que la destrozaba. Había decidido no decírselo ni al Ama Silvia ni al Ama Lorena. No sabía si lo entenderían, pero prefería no tener que averiguarlo. Este tipo de decisión no podía ponerse a discusión y tampoco podía aplazarse. Eran once los invitados para el fin de semana, en lugar de los habituales diez. Pero no importaba, de uno no sería necesario ocuparse.

Pensó en satisfacer sus ímpetus sádicos, hacer sufrir a Alejandro como las dudas la hacían sufrir a ella. Inmovilizarlo como a cualquiera de los otros, ponerlo indefenso y entonces mandarlo de vacaciones permanentes. Podría poner en práctica mil y un ideas que nunca había usado por peligrosas o extremas. Podría dejar de jugar y entrar al terreno de lo definitivo, permanente, irreparable. Pero había mucho riesgo. Y el riesgo estaba dentro de ella misma. Si conocía o trataba a Alejandro, podría perder el temple, podría verlo como a un ser humano y no como al problema que era. También correría el riesgo de encariñarse. Sí, siempre la unía una parte sentimental a todas las "víctimas". Para eso los traía, a fin de cuentas ¿no? para amarlos un poco (además de despelucarlos un poco también, claro está). Definitivamente sería mejor que lo hiciera uno de sus hombres de confianza. Le costaría dinero, pero esa era la mejor solución. Afortunadamente, siempre supo que no podía rodearse de Madres Teresas y tenía gente con suficiente experiencia. La naturaleza del negocio lo exigía, aunque nunca antes hubiera sido necesario echar mano de ese lado de sus habilidades.

Casi dos horas. Ni siquiera dos horas. Ese era el tiempo que había hecho tantos estragos en la mente de Alejandro. Si le hubieran preguntado, hubiera jurado que había pasado toda la noche o un día completo, o dos días. Así de mal estaba funcionando su cerebro en esas circunstancias. Así se comprueba que el tiempo es relativo, cuando no se saben las suficientes matemáticas. Lorena lo sabía, y por eso se tomó su tiempo deshaciendo el nudo. Solamente el que juntaba los tobillos de Alejandro. Varios minutos le tomó el puro nudo. Mientras tanto observaba atentamente la desesperación creciente. Saboreaba cada muestra de la incomodidad de Alejandro. Él se había quedado muy quieto al sentirla. Tanto para oírla mejor, como porque era la primera novedad que ocurría durante esa eternidad. Pero ante la calma de Lorena con el nudo, regresaba el apremio físico, de salir de allí, de moverse de rascarse, de relajarse, de sobarse, de masturbarse; y hasta el menor quejido era suficientemente explícito para el avezado ojo de Lorena. Pero un nudo, por apretado que estuviera, no valía una uña y Lorena lo tomó con calma. Después de mucho jalar la cuerda, de acomodarla y revisarla, incluso innecesariamente, finalmente lo deshizo.

Paty y Susana habían exagerado con las vueltas de cuerda, tal como a Lorena le gustaba. Había muchas atravesadas y muchas más rodeando los tobillos de Alejandro. Además las vueltas se habían apretado, con parte del peso colgando y la cuerda hacia el gancho ciñéndolas, costaba mucho trabajo sacar cada una. Pero más que nada costaba mucho tiempo. Sobre todo con la distracción que estaba causando Alejandro. Ya estaba frenético, era de lo más divertido, verlo luchar tanto y lograr tan poco. Al darse cuenta de que le desataban los pies, se había impacientado, ahora no entendía qué cuernos podía tardar tanto. Vuelta por vuelta, Lorena sacó trabajosamente la cuerda, mientras Silvia y Verónica observaban y ni por error se ofrecían a ayudar.

Otra eternidad más tarde, Los pies de Alejandro quedaron libres. Pero no por mucho tiempo. Entre Silvia y Verónica doblaron la parte de la mesa segmentada que quedaba por debajo de la cintura de Alejandro. La pusieron en posición vertical, de manera que ahora las piernas de Alejandro podían desdoblarse hasta llegar al piso. Lorena no tardó en amarrarlas firmemente a las esquinas inferiores del mueble. También le cruzó dos anchas bandas de cuero sobre la espalda, en diagonal y las fijó firmemente a los costados de la cama. Con esto ya no podría levantar el tórax. Cuando Alejandro se dio cuenta de lo que pasaba, ya tenía nuevamente inmovilizadas las piernas. Entre la euforia de sentir cambiar su posición y el deleite de ya no tener medio aplastados los genitales, se había olvidado de luchar por mantener libres los pies o por levantarse. Pero eso no importaba, ahora estaba libre, era feliz, todo el panorama era positivo y color de rosa.

Eso fue lo que lo regresó a la realidad, el color. Con el cuero y las esponjas sobre los ojos, no había nada de rosa, seguía viendo todo negro. Sus brazos seguían muy juntos detrás de su espalda y desagradablemente estirados hacia arriba. El cuello igual de doblado hacia atrás. La boca eternamente empaquetada. La cadena entre las nalgas, inamovible. El pecho picoteado. Las piernas fijas y los huevos y el pene estrangulados y alejados de su lugar habitual. De momento estaba más cómodo y eso contaba, pero la duda de lo que seguiría bastaba para eclipsar cualquier felicidad.

Otra vez esperaba y ya empezaba a desesperarse nuevamente cuando sintió el primer golpe. Una cinta ancha de cuero acababa de chocar con bastante fuerza contra sus nalgas. Tuvo tiempo de recuperase y sentir claramente el ardor remanente antes de que sintiera el segundo. Cuando se acumularon cuatro y el ardor escaló a un nivel difícil de soportar, se movió. Logró que el siguiente azote fuera ineficiente, mal dado. Entonces oyó la voz de Verónica, molesta pero serena.

- Ni se te ocurra moverte otra vez, lo digo por tu bien, créeme que prefieres quedarte quieto.

Verónica se tomó su tiempo y volvió a golpear. Alejandro recibió dos pero al tercero sus reflejos ganaron y se volvió a mover.

- Una oportunidad más ¿está claro? Una sola.

Alejandro hizo su mejor esfuerzo, aguantó cinco, pero el escozor fue más fuerte que su voluntad y volvió a sabotear el siguiente. Lorena ni siquiera esperó la señal de Verónica. Sin una sola palabra, puso una pesada tira de hule sobre la cintura de Alejandro, ancha como dos palmas. El mismo tipo de hule que había bajo su pecho, lleno de piquitos. Luego pasó una cuerda por las argollas que la cama tenía en las esquinas superiores y por encima de la franja de hule. Varias veces pasó la cuerda, de un lado al otro, fijando al hule en su lugar y presionándolo contra la piel de Alejandro. Aunque el hule y la cuerda no lo limitaban completamente, el movimiento de Alejandro sí se veía definitivamente restringido, además todo lo que lograra moverse sería a costa de severas raspadas en la cintura. De manera que ya no se movió, simplemente tuvo que soportar esa otra incomodidad más.

Los azotes con la cinta de cuero reiniciaron y ahora con más frecuencia. Ya no le daba tiempo de recuperarse entre uno y otro. El ardor se mantenía en un nivel insoportable. La verdad es que no se movía porque ya no podía, pero hacía todos los intentos posibles. Trataba de mover brazos y piernas igualmente, de zafarse, de hablar o gritar. Todos estos intentos hacían patente su desesperación. Abría y cerraba las manos, movía los pies y las rodillas, respiraba agitadamente y gruñía lo más fuerte que podía, también agitaba la cabeza todo lo posible.

A Silvia se le ocurrió una gran idea al ver el movimiento de cabeza de Alejandro. Se subió en la cama de cara a él y con una pierna a cada lado de la cara de Alejandro. Con algo de dificultad, debido a tanta agitación, le quitó la venda de los ojos. Alejandro, al ver tan de cerca a Silvia y en especial la entrepierna de ella a centímetros de su cara, se distrajo un poco de los azotes que le llovían en las nalgas y la parte posterior de los muslos. Sin embargo su expresión era bien clara, la cinta de cuero le estaba incinerando las nalgas. Ahora si podría decir que las cosas eran color de rosa, sus nalgas. Pero no por mucho tiempo, iban que volaban para el rojo y, a juzgar por la saña con la que Verónica estaba aplicando la cinta, seguramente llegarían también a morado.

De manera que el panorama de Alejandro estaba dominado por el rojo. Por detrás, el escozor continuamente renovado por los sonoros golpes del cuero, a los lados las medias de Silvia y en frente los calzones y el corsé. La imposibilidad de detener el desquiciante ardor hizo que Alejandro volviera a agitar la cabeza. Silvia inmediatamente aprovechó este movimiento. Jaló sus calzones para el centro de la vulva, de manera que los labios sobresalieran a cada lado y presionó con decisión contra la cara de Alejandro. La nariz de éste resultó un excelente instrumento para rozar aquí y allá y divertir en grande a Silvia. No eran tanto los des coordinados movimientos de la nariz, que realmente no eran tan efectivos, como la idea de estar obteniendo placer, como resultado del dolor de él. Era esa relación causa efecto la que alimentaba, casi siempre, sus mejores orgasmos.

Por su lado, Alejandro hubiera querido poder aprovechar mejor la situación. Poder observar con tranquilidad el paisaje único que tenía a disposición, poder explorar a detalle lo que se le ofrecía y con todo gusto dar el placer que Silvia se merecía, solo por pedírselo. Pero no tenía ni una neurona libre para lograrlo, apenas se daba cuenta de lo suave de los labios de Silvia, de lo húmeda que le estaba quedando ya la nariz, del cambio de tono del rojo de los calzones con toda esa humedad. Quería gritarle a Verónica que lo dejara en paz ¿qué no veía que tenía otras cosas que hacer? La mordaza que le impedía el grito, también le impedía usar la lengua para lo que la situación exigía. Otra vez le ofrecían la nada, le regalaban un cero, lo obsequiaban únicamente con su propio deseo. Y así, con toda la frustración y la rabia que le cabían, añoró las dos horas que se había quedado solo. Cambiaría diez horas o veinte de aquella exasperante posición, por que sus piernas y nalgas dejaran de ensordecerle el entendimiento con ese rugido de ardor. No le importaba lo mucho que le arderían después, todo el tiempo que le durara el dolor, si podría sentarse o no; lo que importaba era lo inmediato, parar ya, que no llegara ya el siguiente relámpago de ardor. Por otro lado el contacto con la vulva de Silvia era el paraíso, y si por tenerlo, tenía que seguir sintiendo explotar sus nalgas, adelante, lo aceptaba. Aunque dolorosa, así lo mostraba su plena erección.

La excitación pasó por encima de toda la aprensión, la desconfianza y hasta el miedo que sintió al recibir la invitación. Un sueño se haría realidad. Años de solo imaginar, de envidiar a las modelos de las fotos, de anhelar ser el protagonista de los relatos. Era también como un anticlímax. Qué tal que no resultara como lo esperaba, que tal que fuera un engaño, una burla, un truco. Pero aunque dudara, era mayor el deseo. No había nada concreto por lo que desconfiar, de manera que iría. Seguiría al pie de la letra las indicaciones de la invitación. Presentarse a una oficina de mensajería y paquetería y decir que quería hacer un envío al otro mundo. Esa era la frase clave, a partir de ahí los empleados se encargarían de darle las indicaciones necesarias. Él no tendría que hacer nada más que seguirlas. La hora de la cita era un poco rara, más temprano de lo que había oído comentar en el foro, pero en fin, sus razones tendrían las Amas en esta ocasión para hacerlo más temprano.

Llegó puntual, nervioso pero animado. Ya un día antes había pasado por enfrente del local, para asegurarse de la dirección y evitar cualquier contratiempo. Entró casi temblando con la anticipación. Las tres noches pasadas casi no había dormido, cientos de fantasías de todo tipo habían pasado por su mente y por su cuerpo. No había podido concentrarse en el trabajo. Pero ya era viernes por la tarde, ya estaba aquí y ya tendría tiempo para recuperarse de lo que fuera. A fin de cuentas nada es permanente, ya podría descansar después. Se dirigió al único empleado presente: "quiero hacer un envío al otro mundo" dijo textualmente. ¿Notaba algo como reconocimiento en la expresión del empleado? ¿O sería como envidia, o como burla? Como fuera, eso a Alejandro no le importaba, mientras le entendiera y no hubiera que explicar más. En efecto, el empleado lo hizo pasar amablemente para atrás del mostrador y de ahí por una puerta, hacia atrás del local.

Había cajas, sobres y papeles en diversos grupos alrededor de ese cuarto. En efecto, parecía un lugar de trabajo de un negocio de paquetería. En el centro había una especie de rampa de rodillos que entraba a la pared posterior del recinto. Por la apertura se podía ver que la rampa bajaba como hacia un sótano, pero no podía verse más. En el principio de la rampa, en la parte horizontal que quedaba dentro de esta pieza, había una gran caja rectangular de madera. Estaba abierta. En el interior se podía ver solamente que el fondo estaba todo cubierto por una tela obscura y gruesa. El empleado le pidió amablemente que se acostara en el interior de la caja y le tendió la mano, para ayudarlo a pasar por encima del costado. Alejandro se sintió incómodo y extrañado, pero una vez más su excitación lo empujó. Subió con cuidado al interior de la caja y se acomodó boca arriba, mientras el empleado detenía la caja para evitar que se moviera. Cuando estuvo en el interior, el empleado asintió con aprobación y le aseguró que solo sería un momento. Luego Alejandro lo vio agacharse por algo, resultó ser una almohada que le puso en el pecho, mientras le pedía esperar un momento. En seguida, ante la incredulidad de Alejandro, el empleado sacó de la parte trasera del cinturón una pistola y apoyó el cañón sobre la almohada, apuntándole directamente al corazón.

Lo siguiente que Alejandro vio fue luz blanca, por todas partes. Estaba acostado boca arriba y se sentía tranquilo. No recordaba bien dónde estaba, pero sentía que en un momento lo haría. Poco a poco la luz desapareció y se transformó en una obscuridad absoluta. Entonces empezó a sentir que caía, a oír el ruido y el traqueteo.

FIN
Por Infraxión
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